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Principios fundamentales:

Juicio político y Estado de Derecho


§  1.  El ordenamiento del informe acusatorio

 

     La Comisión Acusadora de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación en el juicio público que ha iniciado contra el Señor Ministro de la Corte Supre­ma de Justicia de la Nación Don Antonio Boggiano, de acuerdo a los arts. 53, 59 y 60 de la Constitución Nacional y en su presentación ante el H. Senado ha efectuado una serie de consideraciones sobre la responsabilidad de los fun­cio­narios públicos; ha desplegado el concepto que sostiene de lo que en la doctrina se conoce como juicio político; ha señalado los orígenes, naturaleza y fina­li­dad de ese proceso público “como instrumento de la doctrina de la sepa­ra­ción de funciones y controles recíprocos” y se ha referido al procedimiento que ambas Cámaras del Congreso pueden aplicar conforme lo entienden atri­bui­do por la Constitución Nacional.

 

     La Comisión Acusadora ha presentado su postura con profusión de citas y ante­cedentes, algunos de ellos remotos y, en nuestra opinión, ajenos o no rele­vantes para el debate. No seguiremos ese rumbo.

 

     Las señoras Senadoras y los señores Senadores conocen bien los ante­ce­dentes y alcance de la responsabilidad de los funcionarios públicos, según sea el sis­tema político de que se trate y la etapa histórica en la que se los haya incor­porado a cada sistema jurídico. También conocen aquellos antecedentes lejanos del juicio público al que hoy se somete al Doctor Boggiano.

 

     Sin desestimar la importancia de las fuentes normativas y de la doctrina nacio­nal o extranjera citada por la Comisión de Acusación debemos decir que su valor persuasivo depende, en primer lugar, de cuán consistentes resulten aque­llos antecedentes con la preservación de las garantías constitucionales del siste­ma jurídico vigente, de su bloque de constitucionalidad —en este caso el nues­tro— al que se las quiera trasladar y adaptar. En segundo término, a los con­tex­tos institucionales y situados a los que se intenten verter aquellos antecedentes. Ello así pues el estadio de desarrollo institucional —en la República Argentina, la inconclusa transición judicial— puede exigir al tiempo que un irrestricto res­peto por las garantías de la defensa, un análisis más afinado de las respon­sabilidades puestas en juego en el procedimiento político del enjuiciado y de los enjuiciadores.

 

§  2. Los puntos de partida de la defensa

 

     La caracterización que consideramos ajustada a derecho del alcance de la responsabilidad política de los funcionarios sujetos a juicio público por ante el Honorable Senado de la Nación, y de los recaudos y garantías constitucionales de ese proceso, resultan indispensables en este debate porque constituyen el in­sos­layable punto de partida para examinar los actos del Doctor Boggiano en el ejercicio de sus atribuciones y la medida de las responsabilidades institu­cio­nales del magistrado y de las que se asumen al iniciar y concluir el proceso por los operadores de éste.

 

     Con el mayor respeto por la interpretación sostenida por la Comisión Acu­sa­dora, consideramos necesario iniciar nuestra defensa contestando punto por pun­­to las afirmaciones vertidas bajo el acápite II. Introducción: consi­de­racio­nes sobre la responsabilidad de los funcionarios públicos, a fin de mos­trar ante V.H. que ya desde el encuadre teórico la Acusación no se ajusta a lo man­dado por la Constitución Nacional, ni a lo dispuesto por los Tratados Inter­na­cio­nales de Derechos Humanos con jerarquía constitucional (Art. 75, inc. 22, C.N.), ni a las condiciones de vigencia de esos tratados tal como son inter­pretados por la jurisprudencia internacional de los organismos de aplicación.

 

     I. El bloque de constitucionalidad en la República Argentina

 

     El derecho positivo de un Estado se articula en derredor de normas jurídicas, nutridas de los valores de esa comunidad y materializadas en los hechos socia­les. Ese conjunto de normas se estructuran en torno a un principio rector y, emanando de diversas fuentes, se subordinan a la norma de base del sistema o constitución. Desde esa perspectiva, la constitución de un Estado lo constituye, es decir, lo estructura y organiza. Al mismo tiempo, dota de justificación política y legitimación formal a todas las otras normas jurídicas. Así, desde una concep­tualización avalorativa, la constitución como norma fundamental regula la crea­ción del derecho —estableciendo los sujetos que han de dictarlo, el procedi­miento pertinente para producirlo y, en algunos casos, los contenidos mínimos que aquel ha de tener, expresados en derechos y garantías reconocidos a la per­sona humana[1].

 

     El principio de supremacía constitucional y el principio de jerarquía de las fuen­tes del derecho fue establecido en el art. 31 de la Constitución federal. En vir­tud del primero los ordenamientos jurídicos de los estados locales —pro­vin­cias y ciudad autónoma de Buenos Aires— deben subordinarse a las normas fun­damentales mentadas en ese artículo.

 

     Aunque puede sostenerse que el sistema jurídico de cualquier Estado es algo más que un orden normativo pues constituye “una compleja y variada organi­zación del Estado y la sociedad, determinada por una serie de mecanismos y en­granajes en las relaciones de autoridad”[2] no hay duda acerca de que las normas jurídicas son un elemento necesario y constitutivo de aquel. Así, según el art. 31 de la Constitución Nacional, ésta, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la Nación.

 

     Bajo la regla del art. 31 de la Constitución Nacional no existe duda alguna acerca de que la ley Suprema prevalece sobre todo el ordenamiento jurídico infe­rior. Ese principio se fortalece mediante lo dispuesto en el art. 27 de aquella nor­ma en tanto manda al gobierno federal a afianzar sus relaciones de paz y comer­cio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en confor­mi­dad con los principios de derecho público establecidos en la Constitución. Por el contrario, hasta 1992, resultaba controversial la ubicación jerárquica de las otras dos fuentes jurídicas mencionadas en el art. 31 de las Constitución: las le­yes de la Nación y tratados internacionales[3].

 

     Sin embargo, antes de la reforma constitucional de 1994, la Corte Suprema sos­tuvo que la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados ratificada por el país, había modificado las relaciones jerárquicas en el ordenamiento jurí­dico argentino por lo que ya no exist(ía) fundamento normativo para acordar prio­ridad a la ley por sobre el tratado[4]. El art. 27 de la Convención de Viena establece que los Estados que suscribieron el tratado, no podrán invocar dispo­siciones de derecho interno para incumplir las convenciones que aprobaron[5]. Por otro lado, la Corte Suprema dio un paso más hacia el pleno compromiso con la aplicación y cumplimiento de lo establecido en las convenciones —en el caso, de derechos humanos— al sostener que el incumplimiento de un tratado puede generarse tanto por la sanción de una ley contraria a sus cláusulas como por la omisión de dictar las medidas de orden interno a fin de hacer operativas las disposiciones de la Convención[6].

 

     La doctrina del precedente citado —“Ekmekdjian c/ Sofovich”— resulta rele­vante no solo porque en la sentencia se reconoció la supremacía del derecho inter­nacional sobre el derecho interno inferior a la Constitución, sino porque como bien lo señaló Julio Oyhanarte, “…la Corte Suprema, seguramente sin proponérselo, ejerció nuevamente su función inductora de normas jurídicas, con la extraordinaria particularidad de que esta vez esa función —repito— no apa­­reció referida al plano legal —como antes— sino nada menos, que al plano cons­titucional. En efecto, la doctrina de aquel caso fue constitucionalizada en diciembre de 1994 y actualmente el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional dispone: «Los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes». Este precepto ha sido redactado por el legislador constituyente, claro está. Lo que debe saberse es que la idea jurídica subyacente y fundante fue generada por la Corte Suprema en 1992. Es decir, que fue el pensamiento de la Corte Su­prema el que guió la mano que escribió el art. 75, inc. 22”[7].

 

     También resulta necesario decirlo y recordarlo en este recinto del H. Senado —las senadoras y los senadores aquí presentes, muchos de ellos de reconocida actua­ción como convencionales constituyentes en 1994, deben saberlo— en pala­bras del Doctor Oyhanarte, los argumentos que sostuvieron el voto de la ma­yoría en el caso “Ekmekdjian c/ Sofovich” en lo referido al derecho interna­cio­nal, fueron pensados y escritos por el ministro Doctor Antonio Boggiano[8].

 

     II.   El bloque de constitucionalidad después de la reforma

            constitucional de 1994 y los tratados de derechos humanos

 

     La reforma constitucional de 1994 —que puede considerarse con justicia la de mayor legitimidad en la historia argentina[9]— resolvió en parte el problema de las fuentes y de la jerarquía de normas dentro del bloque de constitucionalidad.

 

     En lo que aquí interesa para la defensa, el art. 75, inc. 22, CN, declaró, siguien­do el precedente “Ekmekdjian c/ Sofovich”, que los tratados —todos los trata­dos— tienen jerarquía superior a las leyes y que los tratados de derechos huma­nos allí declarados —y los que así se declarasen más adelante por el Congreso de la Nación— en las condiciones de su vigencia tienen jerarquía constitucio­nal, no derogan artículo alguno de la primera parte de la Constitución y de­ben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella recono­cidos.

 

     Aunque los tratados de derechos humanos no forman parte de la Constitu­ción están en su mismo nivel jerárquico, integrando el bloque de constituciona­lidad por habilitación del poder constituyente quien —tal como lo ha sostenido la Corte Suprema— ha examinado al momento de otorgar aquella jerarquía a las convenciones de derechos humanos, su compatibilidad con las normas de la Ley Suprema[10].

 

     III. Las condiciones de vigencia de los tratados

 

     Las condiciones de vigencia de los tratados de derechos humanos indican:

 

     a) el alcance con el que fueron aprobados y ratificados por la República Ar­gen­tina, es decir, con las observaciones y declaraciones unilaterales formuladas por el Estado nacional, y

 

     b) la vigencia internacional de las convenciones según la extensión interpre­tativa dada a sus respectivas cláusulas por la jurisprudencia internacional.

 

     La jurisprudencia internacional que emana de la interpretación y aplicación de aquellos tratados, según doctrina reiterada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación debe servir, como mínimo, de guía de interpretación en el orden inter­no de la República Argentina[11].

 

     Mas, la jurisprudencia internacional acerca de la interpretación y aplicación de los derechos reconocidos en las Convenciones de Derechos Humanos emerge de diferentes organismos internacionales: la Comisión Americana de De­re­chos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y los Comi­tés crea­dos para la vigilancia y cumplimento de las convenciones enumeradas en el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional. Algunos de los pronunciamientos —según se emitan de modo más o menos concreto— dan oportunidad a los órga­nos de poder de los Estados parte para que apliquen los tratados según las con­diciones de vigencia en el orden internacional, con mayor o menor flexibili­dad. Ello depende de los términos específicos o generales en que se formulen las ob­servaciones, las recomendaciones o las opiniones consultivas. Por ejemplo, si se recomienda reparar a quien sufrió la violación de sus derechos sin indicar la forma, el Estado parte puede cumplir la recomendación según existan o no alter­nativas igualmente adecuadas y por medio del órgano de poder en el orden in­terno más apropiado para llevarla a cabo, pero si se recomienda indemnizar a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos, los márgenes de elección se acotan.

 

     Por otro lado, el valor de esa jurisprudencia es mayor y resulta vinculante cuan­­do emana de la jurisdicción contenciosa de la Corte Interamericana, sobre todo, en casos en los cuales el Estado de que se trate es la parte demandada. Pero, además, dado que constituye un tribunal de justicia la Corte Interameri­cana al resolver el conflicto crea una regla particular para el caso y una regla general para casos futuros. Por eso todos los fallos de ese tribunal inter­na­cio­nal —definitivos e inapelables según lo establece el art. 67 de la Convención Ame­ricana de Derechos Humanos— tienen valor de precedente para los Esta­dos parte ajenos a la controversia y para su aplicación específica a otros casos los supuestos de hecho de la regla elaborada deben ser los mismos o tener algún punto de conexión fuerte con aquellos hechos.

 

     La ignorancia o alzamiento contra aquella jurisprudencia internacional por el Estado parte condenado en el caso de que se trate —o por los Estados partes con situaciones similares a la resuelta por la Corte Interamericana de Dere­chos humanos— lastiman los derechos subjetivos de todas las personas bajo las convenciones y suscita la responsabilidad internacional del Estado parte que la incumple. Ese incumplimiento puede manifestarse en el ejercicio de atribu­cio­nes propias de todos y cada uno de los órganos de poder, por violaciones a los dere­chos humanos. En otras palabras, todos los poderes del Estado parte en la per­sona de sus funcionarios o agentes —nacional o locales, en los estados fede­rales— están obligados al cumplimiento de buena fe de los tratados de derechos huma­nos según las condiciones de su vigencia internacional.

 

     En consecuencia, sostenemos que del bloque de constitucionalidad del sis­te­ma jurídico argentino integrado por la Constitución Nacional y los tratados de dere­chos humanos en las condiciones de su vigencia internacional que sucin­ta­mente hemos enunciado y de los principios y valores en ellos consagrados, los cargos contra el ministro Doctor Boggiano no deben prosperar. En efecto, a más de diez años de vigencia de la Constitución Nacional reformada en 1994 las dudas interpretativas se fueron despejando, abogados y jueces invocan y éstos apli­can y armonizan las antiguas y las nuevas normas constitucionales y las dis­posiciones de los tratados con jerarquía constitucional. Así, se ha formado un cuer­po de doctrina jurisprudencial que vincula a los operadores del derecho y obli­ga a examinar y en su caso a corregir las interpretaciones o la jurisprudencia judicial o parlamentaria que interfiera con el bloque de constitucionalidad[12].

 

     IV. Los principios del Estado de Derecho y

            la interpretación constitucional

 

     A partir del bloque de constitucionalidad vigente en nuestro país enmar­ca­re­mos nuestra defensa en los principios del estado de derecho que emergen de los idearios que confluyen en la Constitución Nacional luego de su última reforma en 1994. En especial del liberalismo clásico de los derechos y garantías perso­nales y de la asunción del Estado de sus responsabilidades internacionales por la vigencia plena de los derechos humanos.

 

     El estado de derecho como estado de razón está plasmado en el art. 28 de la Constitución Nacional en tanto dispone que “los principios, garantías y dere­chos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”. Esta norma constituye en sí misma una suma de garantías de limitación del poder.

 

     En lo que aquí resulta aplicable cabe señalar que las declaraciones expresan la forma de gobierno —la república democrática y federal—; la libertad; la igual­dad; y el principio de legalidad. De los derechos, el reconocimiento de los que se conciben propios de la persona humana y, por ello, anteriores a la formación del Estado. De las garantías expresas emergen las seguridades frente a la represión de los delitos atribuida al Estado.

 

     De su lado y por interpretación analógica e interpretación extensiva, el prin­cipio de razonabilidad del art. 28 de la Constitución Nacional irradia hacia todas las disposiciones constitucionales, las anteriores y las posteriores a esa norma; las dictadas junto con ellas y las que se incorporaron en otras reformas, obligando por igual a todos los poderes del Estado y asegurando el ejercicio y goce de todos los derechos y garantías[13]. Ello así porque el principio que contiene la mencionada disposición es sustantivo en el sistema, es el principio de limitación del poder, básico y esencial pues el estado de derecho, por definición, está sujeto a reglas, leyes, y actos gubernamentales en tanto éstos estén motivados y funda­dos en criterios o pautas de razonabilidad y proporcionalidad.

 

     De ello se sigue, en consecuencia, que todos los poderes del estado y sus fun­cionarios —no sólo el Congreso Federal— están ligados, obligados por el prin­ci­pio de limitación. Así, el Poder Legislativo, cuando dicta normas generales y las Cámaras del Congreso cuando expiden sus Reglamentos Internos; el Poder Eje­cutivo cuando reglamenta las leyes y las aplica en la interpretación no arbitraria de aquellas; y el Poder Judicial cuando resuelve conflictos en los casos con­cre­tos, dictando normas particulares y derivadas de las generales; todos ellos se en­cuen­tran compelidos a no alterar las declaraciones, derechos y garantías del bloque de constitucionalidad federal.

 

     Aunque el art. 28 de la Constitución Nacional no contiene la expresión, la doctrina y la jurisprudencia han elaborado el principio de razonabilidad deri­vado de la obligación estatal de no alterar los derechos y garantías, a fin de deli­mitar e invalidar la reglamentación ilegítima, tarea compleja y nada sencilla[14]. No obstante, es posible afinar las pautas o criterios de razonabilidad para delinear un principio interpretativo que afiance los controles y resguarde los derechos.

 

     Del principio interpretativo de razonabilidad, de todos modos, emana una norma operativa y vinculante para todos los órganos de poder en el estado de derecho, entendido éste, como estado de razón. En efecto, si lo razonable es lo opuesto a lo arbitrario, es decir contrario a lo carente de sustento —o que deriva sólo de la voluntad de quién produce el acto— una ley, reglamento o sentencia son razonables cuando están motivados en los hechos y circunstancias que los impulsaron y fundados en el derecho vigente.

 

     a)   La razonabilidad o debido proceso sustantivo

            como límite en el ejercicio de todo poder

 

     El principio de legalidad formal y el principio de razonabilidad constituyen la es­tructura de limitación del poder. Según el principio de legalidad formal una nor­ma jurídica de cualquier tipo o grado es legítima si fue emitida por el órgano de poder competente para dictarla de acuerdo a lo dispuesto en la norma jerár­quicamente superior, y bajo el procedimiento establecido por aquella. En último término, la norma que legitima todo el sistema es la constitución o norma básica junto a los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional. Cuando una disposición jurídica se ha dictado incumpliendo el principio de legalidad se ve afectado el debido proceso adjetivo o formal. Se suscita, entonces, una clara inconstitucionalidad en el caso de que, por ejemplo, el presidente de la Nación dictara un decreto de necesidad y urgencia en materia penal o suspendiera en sus funciones a un magistrado judicial.

 

     Pero una norma o decisión del poder puede dictarse cumpliendo las exi­gen­cias del debido proceso adjetivo y ser, no obstante, inconstitucional. Ello sucede cuando el contenido de la norma o acto gubernamental, la sustancia de la dispo­sición, la reglamentación de los derechos o garantías carecen de razonabilidad, es decir, afectan o vulneran el debido proceso sustantivo o material.

 

     De ese modo la razonabilidad de las leyes, tal como lo señalara Linares, cons­tituye una garantía innominada del debido proceso[15] y aunque la razonabilidad tanto como la constitucionalidad se presumen en las normas emanadas de las au­to­ridades legítimas[16], sobre ellas se puede predicar lo contrario mediante sen­ten­cia judicial, pues la irrazonabilidad constituye una especie de la incons­titu­cio­nalidad[17].

 

     Estos principios recibieron una segunda sanción constitucional en la Repú­blica Argentina cuando se otorgó jerarquía constitucional a la Declaración Uni­ver­sal de Derechos Humanos y a la Convención Americana de Derechos Huma­nos.

 

     El art. 29 de la DUDH dice:

 

     “…inc. 2: En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por ley, con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática…”.

 

     El art. 29 de la CADH dice:

 

     “Ninguna disposición de la presente Convención puede ser interpretada en el sen­tido de:

     ”a) Permitir a alguno de los Estados parte, grupo o persona, suprimir el goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en la Convención o limitarlos en ma­yor medida que la prevista en ella. (Énfasis agregado).

     ”b) Limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda estar reco­nocido de acuerdo con las leyes de cualquiera de los Estados partes o de acuerdo con otras convenciones en que sea parte uno de dichos Estados…” 

 

     b)   La interpretación constitucional

 

     Lo adelantamos desde el comienzo de esta defensa, recurriremos a una inter­pretación armónica, situada y dinámica de la Constitución Nacional que no se agota, necesariamente, en un examen originalista e histórico de su texto en gene­ral tal como rige desde 1994 en la República Argentina, y de las normas que gobiernan la institución del denominado juicio político en particular[18]. La inter­pretación situada y dinámica de la Constitución va en línea con el control de la inconstitucionalidad sobreviviente de leyes, decretos, reglamentos o de la doc­trina jurisprudencial o parlamentaria. La necesidad de recurrir al criterio de ra­zo­nabilidad de la inconstitucionalidad sobreviviente puede surgir por la in­cor­­poración de nuevas fuentes normativas[19], o por la modificación de las cir­cuns­tancias en las que las disposiciones constitucionales deben aplicarse[20]. Ello no implica, desde luego, dejar de lado la hermenéutica de los textos cons­titu­cio­nales sino añadir, a ésta, aquel método interpretativo que todos los ope­radores de la Constitución están en condiciones de emplear cuando lo exija el respeto del principio de razonabilidad.

 

§  3. La responsabilidad de los funcionarios públicos

 

     Dice la Acusación:

 

     “…La responsabilidad del funcionario es vital, esencial, para afianzar la natural cre­dibilidad que debe tener el pueblo en sus gobernantes. Es necesario que la ido­nei­dad y la aptitud del hombre en la función pública sirvan para impulsar el bien común y no el beneficio propio. Cuanto mayor es el grado de responsabilidad de un funcio­nario, ma­yor es la exigencia que pesa sobre él, en el sentido de representar el ejemplo y la guía que orientan a su pueblo. Asimismo, cuanto mayor es el poder que ostenta ese funcio­nario, mayor debe ser el control ejercido sobre el mismo...

     [...]

     ”La conducta de quien accede a la función pública, el obrar conforme a las leyes y la decencia al servicio del interés público constituyen bases esenciales de todo gobier­no…”[21] 

 

     Resulta imposible disentir con estos principios. La responsabilidad de los fun­cionarios públicos es una de las características del sistema político de la república democrática cuya nota central es la división y control del poder. A través del control de los funcionarios se puede establecer la responsabilidad de éstos, en su doble acepción: la de dar cuenta de los propios actos y la de dar respuestas oportunas y eficaces al compromiso institucional asumido al aceptar el cargo de que se trate. El control de los poderes y entre los poderes anuda una de las rela­ciones del sistema republicano y hace responsables al controlado y a quien, cir­cuns­tancialmente, ejerce el control. También por las consecuencias que apa­reja el modo y alcance de ese control.

 

     La separación de los poderes —en realidad entre órganos del Estado— im­pli­ca atribuciones propias y cooperación compartida entre todos aquellos. La fina­lidad perseguida por la división y control entre los poderes no es otra que la de evitar el desborde de alguno de ellos y conjurar el peligro para las liberta­des personales que suscitaría tanto la centralización en la toma de decisiones públi­cas como el uso abusivo de algún control[22].

 

     En este orden de ideas vale la pena detenerse en lo que se afirmó en la re­cien­te sentencia de la Corte Suprema en el caso “Itzcovich”, en el que se declaró la inconstitucionalidad del art. 19 de la ley 24.463 que ampliaba —de modo irra­zo­nable a criterio del Tribunal— la competencia apelada de éste en materia previ­sio­nal.

 

     “En orden a la distribución constitucional de poderes, el Congreso Federal debe es­tablecer las competencias, pero esta atribución no puede ser ejercida de modo que per­turbe y hasta neutralice la función de control de constitucionalidad asignada por la Constitución al Poder Judicial, acudiendo a la potestad de agotar la capacidad juzga­dora de sus órganos y menos aún de su última instancia constitucional. Si se admitiese la atri­bución del Congreso Federal en tan ilimitada medida, a) se produciría una quie­bra del sistema de frenos y contrapesos constitucional, impidiendo la función controla­dora asignada al Poder Judicial, b) se reconocería al Legislativo la potestad de colapsar al Poder Judicial o a su órgano de última instancia; c) mediante el expediente de produ­cir colapso, el Poder Legislativo podría desprestigiar públicamente a esta Corte o a cualquier otro órgano judicial, y d) en definitiva, se desbarataría la división de poderes y su racional equilibrio de recíprocos controles, o sea e) se derrumbaría el sistema re­publi­cano.”[23]

 

     El principio de la separación de los poderes como resguardo de la libertad de la persona humana —paradigma del liberalismo clásico— se ha transformado en el Estado moderno y tal como lo señaló la Corte Suprema en dos momentos his­tóricos muy diversos de nuestro país, ha mudado hacia el reconocimiento de ma­yores atribuciones al poder administrador a fin de que éste ejerza las que antes le estaban vedadas. Fundamentó tal mudanza en que “una administración ágil, eficaz y dotada de competencia amplia es instrumento apto para resguardar, en determinados aspectos, fundamentales intereses colectivos de contenido econó­mico y social…(en consecuencia) el principio de la división de poderes puede, y sin duda, precisa ser adecuado a las necesidades de la vida contemporánea, en la medida en que lo toleren la generalidad y la sabiduría de las normas cons­ti­tu­cio­nales, prescriptas para regir indefinidamente en el tiempo”[24]. En el caso, la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de las Cámaras Paritarias de Arren­da­mien­tos y Aparcerías Rurales que debían resolver conflictos entre particulares, tal como esas Cámaras estaban organizadas sin control judicial posterior y sufi­ciente, pero admitió la constitucionalidad de la jurisdicción administrativa si ese control existía y era pleno. Treinta años más tarde, en el precedente “Peral­ta” la Corte Suprema convalidó un decreto de necesidad y urgencia que limi­ta­ba derechos contractuales y de propiedad, antes de que esos reglamentos estu­vie­ran contemplados en la Constitución Nacional. Dijo entonces el Tribunal al examinar el sistema de división de poderes que éste “…no debe interpretarse en términos que equivalgan al desmembramiento del Estado, de modo que cada uno de sus departamentos actúe aisladamente, en detrimento de la unidad nacio­nal…los que han sido medios para asegurar la vigencia del sistema republicano, no puede convertirse, por una interpretación que extreme sus consecuencias, en un instrumento que haga por una parte inviable aquel sistema, al conducir a la fragmentación aludida del Estado…”[25].

 

     Como se advierte, en ambos casos se reconoció primero y se aceptó después el desplazamiento del poder hacia el Poder Ejecutivo fundado, respec­tiva­men­te, en razones de conveniencia y eficacia, y en la emergencia económica y finan­ciera. En los dos conflictos, la Corte Suprema validó el acrecentamiento de las atribuciones ejecutivas bajo la condición de que operaran oportunos con­tro­les jurisdiccionales y legislativos. Esos dos ejemplos que hemos citados —más allá de la crítica que pueda merecer el alcance de la doctrina elaborada por la Corte Suprema en uno y otro conflicto— demuestran que aquel principio de la división de poderes se ha atenuado a favor del crecimiento de las adminis­tra­cio­nes ejecutivas y que tal principio solo puede mantenerse con un núcleo inalte­ra­do si, al mismo tiempo, el sistema provee suficientes y adecuados controles contra los eventuales desbordes de aquel poder.

 

     En otros términos, si —mal que nos pese— la división de poderes en el estado moderno tiene otros perfiles y evidencia un acrecentamiento de los poderes típicamente políticos, también deben tener una nueva dimensión los controles y, éstos, deben ejercerse con más rigor exigiendo las respectivas respon­sabi­lidades a los órganos del Estado que resultan más poderosos, órganos éstos que como la experiencia del derecho comparado lo muestra no son, precisa­men­te, las magistraturas judiciales[26]. Esto no significa rehuir o desconocer las altas respon­sa­bi­li­da­des que implica el ejercicio de la magistratura judicial, aún mayo­res cuando se tra­ta de un juez que integra la Corte Suprema de Justicia de la Na­ción. Lo que ade­lantamos y sostenemos con estos argumentos es que el ejercicio del control sobre los integrantes del Poder Judicial mediante el juicio político, no sólo debe desarrollarse preservando las garantías constitucionales y las reco­nocidas en los tratados de derechos humanos del eventualmente acusado, sino ejercerse con la máxima prudencia, porque, si se altera la independencia del Poder Judicial se afectan, también y directamente, los derechos de los justi­cia­bles a obtener la resolución de sus conflictos sin presiones externas de ningún sector, incluidos los no políticos. Y no se diga que si el juez falla a sabiendas contra dere­cho comete el delito de prevaricato porque de lo que se trata es de deter­mi­nar cuál es en el sistema institucional, el órgano del poder estatal que deter­mina, en última instancia, el derecho aplicable a las con­tro­ver­sias y la inter­pretación jurí­dica correcta en cada caso. Volveremos sobre este pun­to al contestar los car­gos imputados al Doctor. Boggiano.

 

§  4. El juicio político

 

     Dice la Acusación:

 

     “El juicio político parlamentario es un procedimiento administrativo que la Cons­titución ha encargado de modo definitivo y excluyente al Congreso de la Nación.

     [...]

     ”Se trata de un procedimiento en el que se juzgan culpas políticas (causas de res­ponsabilidad) a tenor del impacto que en la comunidad produce la inconducta del en­jui­­ciado.

     ”No es un juicio penal; es un proceso que sólo tiende a la remoción del imputado. Y si bien se han realizado analogías al proceso penal, creemos que tal analogía es sólo par­cial, porque si bien puede permitir comprender ciertos aspectos del proceso, im­plica una simplificación excesiva ya que omite considerar la base política e institucional del jui­cio político, que lo hace sustancialmente diferente del proceso penal.”[27]. 

 

     De los parágrafos transcriptos surgen tres afirmaciones erróneas o, al menos, parcialmente equivocadas.

 

     a) En primer término el informe acusatorio se refiere al juicio político parla­mentario. Si bien es cierto que en el lenguaje coloquial —y en ocasiones tam­bién en el académico— suele emplearse la expresión “parlamento” para referirse al Congreso de la Nación, la sinonimia usada no es tal. El sistema constitucional argen­tino no es el de una república parlamentaria[28]. Nuestro sistema —ya resulta ampliamente conocido y aceptado por todos— es el de una república presi­den­cialista, bien es cierto que con los rasgos propios que emergen de las dife­rentes disposiciones constitucionales que han atenuado en algunos casos, o fortalecido en otros, algunas de aquellas características. Esta aclaración no pretende abusar de la precisión técnica sino señalar el hecho notorio de que los controles difieren en su alcance e instrumentación según se trate de un sistema con Parlamento o con Congreso y, desde luego, con el papel institucional que en ese sistema com­pete a la Corte Suprema atribuida para ejercer control de consti­tucio­na­lidad sobre normas, actos u omisiones del poder del Estado, o para retraerlo dis­crecionalmente, si se da la hipótesis reglada por los art. 280 y 285 del CPCCN[29]. Más allá de la pertinencia de estas disposiciones y de la crítica doc­trinaria que pudieran recibir lo cierto es que el juicio de la Corte resulta soberano en la de­ses­­­timación del recurso extraordina­rio —o, en su caso, de la queja— aunque como la atribución es facultativa para el Tribunal éste puede analizar la cues­tión y concluir que, en el conflicto en análisis, la causa federal es insuficiente, o insustancial —competencia que ya ejercía la Corte Suprema con anterioridad a la reforma procesal conforme a su jurisprudencia fundada— o carente de tras­cendencia por estar suficientemente tratada la cuestión bajo examen. El juicio de la Corte Suprema es final en el orden interno y ello por decisión del propio Congreso de la Nación que atribuyó al Tribunal aquella competencia discre­cional. Resultaría, en consecuencia, inconsistente pretender juzgar el desem­pe­ño de los ministros de la Corte Suprema por el empleo de esa competencia, salvo que se imputara y probara la comisión de un delito. Volveremos sobre la cues­tión al examinar los cargos de la causa “Macri.

 

     b) En segundo lugar, se afirma que el procedimiento que ha iniciado la Cáma­ra de Diputados contra el Doctor Boggiano es administrativo, en el que se juz­gan culpas políticas a tenor del impacto que en la sociedad produce la incon­ducta del procesado.

 

     Bien es cierto que los arts. 53, 59, 60 y 110 de la Constitución Nacional regu­lan un proceso excepcionalísimo cuya fuente normativa fue en 1853 el im­peach­ment norteamericano y que es denominado por la doctrina y la juris­pru­dencia, juicio político[30].

 

     La institución del impeachment es de origen anglosajón. Su aplicación en Inglaterra evidenció más que controles democráticos una de las formas de lucha política entre la Corona y el Parlamento en la que éste no sólo destituía sino que aplicaba penas. La finalidad perseguida por aquel instituto, su aplicación y efec­tos distan mucho de ser trasladables a nuestro país bajo las normas y los princi­pios constitucionales hoy vigentes y a la vista de la experiencia vivida en la Re­pública Argentina acerca de la inestabilidad judicial en general y de la integra­ción de la Corte Suprema en particular.

 

     Las características del juicio político que estableció y reguló la Constitución histórica de nuestro país provienen de la versión tamizada por la constitución de los Estados Unidos. No obstante, aunque la Corte Suprema de nuestro país, desde sus orígenes, recurrió a la interpretación constitucional de la Suprema Corte de los Estados Unidos, debemos señalar que sobre el juicio público de responsabilidad, aquella interpretación no es totalmente aplicable en punto a la extensión de las garantías que cabe exigir en la República Argentina.

 

     En esa línea debe señalarse que Estados Unidos, al contrario de nuestro país, no ratificó la Convención Americana de Derechos Humanos, ni reconoció la competencia de la Comisión Americana por tiempo indefinido, ni la juris­dicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de la Convención, ni por ende esos instrumentos internacionales pueden tener jerarquía constitucional en aquel país.

 

     Por otro lado, la historia y las circunstancias de aplicación de las reglas del llamado juicio político en los Estados Unidos muestran aristas muy disímiles con las de nuestro país. Mientras que en la República Argentina ningún integrante del Poder Ejecutivo fue afectado por el procedimiento de destitución, en los Es­ta­dos Unidos el entonces poderoso Presidente Nixon renunció a su mandato cuando el Comité Judicial de la Cámara de Representantes aprobó —en orden al enjuiciamiento político— varios cargos en su contra referidos a 1) la presunta obs­trucción de justicia por el Presidente; 2) la presunta violación por el Presi­dente de los derechos constitucionales de los ciudadanos; y 3) la presunta inca­pacidad del Presidente para acatar los mandamientos emitidos por el comité[31], iniciando, con ello, el camino sin retorno que llevó a la renuncia presidencial.

 

     Respecto del control mediante juicio político de magistrados judiciales cabe recordar el caso del juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos Abe Fortas quien renunció a sus funciones cuando tomó estado público un contrato que habría suscripto con una fundación y que parecía encubrir tráfico de influencias por el precio de una renta vitalicia. El magistrado aclaró que había renunciado a esa renta y devuelto el dinero, no obstante lo cual, para no afectar el trabajo de la Corte, presentó su dimisión[32]. Como se advierte, esa eventual afectación del trabajo de la Corte Suprema no se acercaba ni remotamente a cargos referidos al contenido de las sentencias o a la mudanza de la opinión jurídica del magistrado en crisis, quién por último renunció. La experiencia en los Estados Unidos indica que el Senado emplea la mayor severidad en el análisis de los postulantes a car­gos en la Suprema Corte y guarda respeto, o a lo menos presta aceptación a las decisiones del tribunal aunque nos las comparta[33]. Por eso, nunca, en más de 200 años de historia judicial, fue removido un magistrado judicial, en Estados Unidos, por el contenido de sus sentencias.

 

     En consecuencia de ello, el grado de independencia judicial para decidir con­troversias y fundar decisiones es, en los Estados Unidos, muy alto. Una senten­cia muy controversial de la Suprema Corte —Bush vs. Gore”— ilustra acerca del punto. Con su intervención en el caso suscitado en las elecciones presiden­ciales de 2000, la Corte Suprema, sosteniendo que preservaba el sistema federal, decidió el resultado de la contienda electoral a favor del entonces candidato Bush[34]. No obstante la trascendencia de la decisión del tribunal, ni el aspirante perdidoso, ni el Partido Demócrata que lo postulaba, ni el Congreso federal in­terpretaron que aquella sentencia que avanzaba notoriamente sobre cuestiones que podían definirse tradicionalmente como políticas —de acuerdo a la propia jurisprudencia de la Suprema Corte— merecía someterse al escrutinio del juicio político[35]. Así, la tradición iniciada con el caso del Justice Chase, se mantuvo pese al impacto institucional del fallo “Bush vs. Gore”. Como es sabido, a co­mienzos del siglo XIX, el integrante de la Suprema Corte de los Estados Unidos, Samuel Chase fue acusado con base en la decisión tomada en el caso de la “Alien and Sedition Act” (1803), sin embargo el Senado preservando la buena doctrina no lo destituyó[36].

 

     c) En tercer lugar, se afirma en la Acusación que el juicio político es sustan­cialmente diferente del proceso penal. Sin embargo, aunque la finalidad inme­dia­ta del juicio político es la eventual destitución del funcionario incurso en algu­na de las causales previstas para la remoción y el objetivo mediato es el ejer­cicio de uno de los controles políticos interórganos efectuado por el Poder Le­gis­lativo sobre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial[37], la eventual remoción sí prevé la aplicación de una sanción expresa: la declaración por parte del Senado de la Nación de que el destituido es incapaz de ocupar ningún empleo de ho­nor, de confianza o a sueldo de la Nación. (conf. art. 60 de la Constitución Na­cio­nal). Pero aún sin esa declaración, la destitución por mal desempeño o mala conducta —las causales de destitución menos graves— implican en sí mismas un reproche al destituido, emitido por las instituciones políticas con efectos ofen­si­vos para la persona y la consideración familiar y social que merece. Ni qué decir tiene cuando el proceso insume en etapas varios años, incluyéndose en esas fases cargos formulados y rechazados por la Cámara de Diputados y la pre­sen­tación de otros nuevos, más tarde aprobados y presentados ante el tribunal del Senado.

 

§  5. Naturaleza del juicio político.

          Acerca de mayorías y minorías automáticas y pre-juicios automáticos

 

     La institución del juicio público de responsabilidad no ha tenido una historia feliz en la República Argentina. Se ha mostrado ineficaz para resolver las crisis en el seno del Poder Ejecutivo y a la vez ha evidenciado falta de mesura y pru­den­cia en la aplicación de la causal de mal desempeño. Ello resulta parti­cu­lar­men­te notorio —y la distancia histórica permite una mayor objetividad en la eva­luación que efectuamos— en la remoción que efectuó el Senado de tres de los entonces cinco integrantes de la Corte Suprema y del Procurador General entre los años 1946 y 1947, examinando, entre otros cargos, el contenido de las sen­tencias firmadas por los enjuiciados[38].

 

     Aquel primer enjuiciamiento tuvo consecuencias graves para la insti­tu­cio­nalidad en el país y afectó, en primer lugar, a la Corte Suprema de Justicia de la Nación que se constituyó después de ese proceso. Como bien lo recordara quien fuera ministro del Corte —Julio Oyhanarte— durante mucho tiempo se igno­raron por el mismo Tribunal los precedentes de la Corte integrada inme­dia­tamente después de las destituciones de 1947. Con ello no solamente entraron en el olvido veinticinco tomos de fallos sino que se desconoció “… la conti­nui­dad en la elaboración de las soluciones técnico—jurídicas, que son las que absorben la mayor parte del trabajo cotidiano del tribunal”[39].

 

     Ese grave error histórico, la discontinuidad jurisprudencial que le siguió y los quiebres políticos y jurídicos tan frecuentes en nuestro país han impedido construir soluciones perdurables que recojan las experiencias positivas de cada etapa. Tal rutina institucional fue particularmente visible en lo que se refiere a la integración de la Corte Suprema.

 

     Sin embargo y pese a cuán disfuncional resultó su aplicación, el proceso de destitución de funcionarios públicos establece uno de los controles que el Poder Legislativo puede y debe ejercer sobre los restantes poderes a fin de hacer efec­tiva una de las notas constitutivas del sistema republicano: la respon­sa­bi­lidad de los gobernantes por actos realizados en el ejercicio de la función, o que la afec­ten aunque sean del ámbito personal del enjuiciado. Pero ello siempre que en el juicio de remoción de los magistrados judiciales en particular, la desti­tución del juez no implique u oculte motivos de política partidaria, de persecución ideológica o de discriminación por las convicciones personales del desti­tui­do. 

     Al respecto queremos mencionar un párrafo de la Acusación referido a los cargos imputados al Doctor Boggiano. Dice la Acusación: 

     “Luego analizaremos el punto, pero valga decir desde ya que el imputado Boggiano tuvo un papel relevante, pues al ser desestimado su pedido de juicio político en 2002 y producirse la renuncia del juez Bossert, él como conspicuo integrante de la «mayoría automática»…[40].  

     Aunque también esta defensa volverá sobre el punto, indicando el origen de la expresión “mayoría automática”, su uso en los medios de comunicación y la instrumentación político partidaria y agonal del significado que se le atribuyó —integrada por cinco ministros— queremos señalar en primer lugar que de existir una tal mayoría, compacta y permanente, también existiría en un juego de espe­jos una “minoría automática”. Si, por hipótesis, con aquella expresión se quiere aludir a sentencias complacientes con los gobernantes de turno, sin fisuras o matices, al mismo tiempo se estaría aludiendo a la existencia de una minoría igualmente automática que siempre se opondría, también sin fisuras o matices, a aquellos gobernantes. De ningún modo estamos convalidando la hipótesis —que resultaría igualmente grave para el estado de derecho y violatoria de la divi­sión de poderes, se perciba aquella hipótesis desde la mayoría o desde la mino­ría— sino mostrando la debilidad prejuiciosa de la afirmación contenida en el informe acusatorio. 

     Por otro lado y en lo que esta defensa considera sustantivo destacar, quien conoce los votos del Doctor Boggiano sabe que el ministro integró mayorías, efec­tuó disidencias parciales, concurrió con distintos integrantes de la Corte Supre­ma y que, en consecuencia, la inclusión en la supuesta “mayoría auto­mática” del magistrado hoy sometido a proceso, revela un pre-juicio auto­­ti­co. En otras palabras, patentiza la expresión de un juicio previo al cono­ci­miento y evaluación de los votos del Doctor Boggiano y del alcance y de los bordes de las reglas que sostuvieron sus decisiones. Ello es particularmente notorio en los cargos referidos a la causa “Meller” y a la causa “Macri”. Volveremos sobre el punto. 

     No obstante, resulta claro que la Acusación ha empleado la expresión mayo­ría automática para descalificar sentencias de la Corte Suprema y, en este caso, la conducta del ministro Doctor Boggiano. Dado que esa imaginaria pertenencia del juez no ha configurado ningún cargo expreso —sería un verdadero des­pro­pósito político institucional que ello hubiera sucedido— no cabe duda de que el uso de la frase —mantenida en el informe acusatorio y reiterada en decla­ra­cio­nes periodísticas de alguno de los integrantes de la Comisión Acusadora— tiene otro objetivo, el de descalificar sin análisis los votos del Doctor Boggiano. Así, al referirse al caso “Macri” en el informe acusatorio se sostuvo que: 

     “Todo indicaba que la Corte revocaría ese fallo. Pero nuevamente, apenas concluido el juicio político de 2002, Boggiano y sus colegas de la mayoría automática re­cha­zaron sin dar un solo argumento el recurso extraordinario del art. 280 del Código Proce­sal[41]. 

     El breve párrafo muestra, en primer término, el desconocimiento del alcance de la competencia discrecional que el propio Congreso de la Nación atribuyó a la Corte Suprema por medio del mentado art. 280 del Código Procesal a fin de que el Tribunal, con la sola invocación de esa norma, pudiera rechazar un recur­so extraordinario federal. También exhibe sin tapujos la finalidad implícita de jus­tificar ante la opinión pública cargos insostenibles e irrazonables, para pro­porcionar con ello alguna base de legitimidad a la destitución que se propicia. 

     El recurso es pueril pero efectivo si se lo usa a fin de construir una realidad que existe sólo en los medios que la difunden, obteniendo el descrédito público del magistrado sometido a proceso y habilitando, así, la causal de remoción por mal desempeño. La responsabilidad, por cierto, no es siempre y en todos los casos de los medios de comunicación sino de quienes proveen los insumos infor­mativos e instalan ideas que a fuerza de ser reproducidas se transforman en luga­res comunes reiterados. Si tal como se ha señalado “…el contenido de las decisiones (judiciales) puede ser aceptado o no en la comunidad, con indepen­dencia de su eficacia jurídica (y) la sociedad puede rechazar una decisión técni­camente correcta, pero aceptar otra que no lo es”[42], cabría preguntarse qué grado de influencia tiene en la opinión pública que se forma sobre las sentencias judiciales en general y acerca de los magistrados judiciales en especial, la reitera­ción de esas calificaciones que rotulan sin diferenciar. 

     En consecuencia, el descrédito público creado artificialmente no puede cons­ti­tuir por sí sólo —o inducido agonalmente— causal de remoción de los magis­trados judiciales salvo que ese desmérito social sea consecuencia de hechos, actos, u omisiones contrarios a los deberes del magistrado. Pero entonces la des­ti­tución procedería por éstos y no por aquel descrédito que puede no existir aun­que haya, de todos modos, mal desempeño. También es cierto que se puede cons­truir, a lo menos por un tiempo, una imagen tan pristina como irreal sobre per­sonas y circunstancias[43]. De ahí la imperiosa, insoslayable necesidad de exa­minar críticamente la construcción de los rótulos y, sobre todo, la aplicación sin examen ni evaluación ponderada de ellos a personas, sentencias y votos cuando se trata, nada menos que de enjuiciar a un ministro de la Corte Su­pre­ma de Justicia de la Nación y se ponen en entredicho el contenido de las sen­tencias y la interpretación del derecho. 

     Resulta un hecho notorio que el lenguaje técnico empleado necesariamente en las sentencias judiciales suscita un problema de comprensión social. Por ello, según se dijo examinado la judicatura europea, “(e)n cierta medida el apoyo básico de la fuerza de convicción de las decisiones judiciales en la sociedad se tra­duce en una cuestión de confianza en la judicatura. El sistema judicial euro­peo, sólo puede funcionar institucionalmente de una manera adecuada, si los ciu­dadanos confían en los jueces. Por tal razón, la suposición de que éstos son totalmente libres de decidir en uno u otro sentido y que están autorizados a llevar a la práctica meras intuiciones de justicia en cada oportunidad, que han difun­dido los medios de comunicación en la última década, ha desfigurado en la conciencia popular la imagen del juez y contribuido al deterioro del prestigio judicial en nuestra sociedad que expresan las encuestas al respecto”[44]. 

     “En la actualidad el problema se manifiesta, en realidad, en frecuentes dis­crepancias entre las decisiones de los tribunales y la prensa, que asume el papel de intérprete del público, al menos del público que se expresa en los grandes me­dios de comunicación. Como dijo hace algunos años el actual vicepresidente del Tribu­nal Constitucional alemán, el Prof. Winfried Hassemer (en Juristische Wo­chen­schrift, 1985, p. 1922), las relaciones entre la prensa y los tribunales nun­ca fueron buenas. La capacidad de difusión de la prensa de sus opiniones sobre las decisiones judiciales es infinirtamente mayor que la de los tribunales de sus razones para decidir en un deteminado sentido. Es difícil que la prensa pu­blique íntegramente una sentencia —sea que discrepe con ella o que la aprue­be— y ello elimina del conocimiento de la opinión pública los argumentos de los jueces, pero permite al medio de comunicación difundir íntegramente los suyos. Los jueces se sienten incomprendidos por la opinión pública y ésta los juzga a menudo con conocimientos fragmentarios de las decisiones. Hay naturalemente casos de información de mala fe. Pero el problema de la comunicación y la com­prensión entre jueces y sociedad puede también obedecer a causas reales”[45]. 

     Pero ese problema que también existe en nuestro país no debió afectar el jui­cio de la Cámara de Diputados al formular la acusación contra el Doctor Bog­gia­no. La importancia del cometido que el art. 53 de la Constitución Nacional le atribuye a los diputados de la Nación exige de ellos la máxima responsabilidad en el examen de la conducta del enjuiciado. Más aún en este proceso en parti­cular en el que no se examinan hechos sino las interpretaciones jurídicas for­muladas en sentencias judiciales —sin que aceptemos que ello pueda constituir causal de mal desempeño— se requiere la cuidadosa evaluación de cada voto, la decisión a la que se llega, la regla creada y los alcances y límites de ésta.

 

§  6. El mal desempeño de los magistrados judiciales y

          el contenido de las sentencias

 

     El texto del art. 53 de la Constitución Nacional, que proviene de la reforma de 1994, tuvo varias modificaciones. En su origen, la Constitución histórica de 1853 sujetó al proceso de remoción al presidente y vicepresidente de la enton­ces llamada Confederación y a sus ministros; a los miembros de ambas Cámaras del Congreso; a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y a los gobernadores de provincia. Las causales de procedencia de la destitución ex­presaban conductas de modo enunciativos, algunas precisas, otras muy gene­rales: delitos de traición [a la patria]; concusión —exigencia del pago de impues­tos, multas, deudas o prestaciones, con arbitrariedad y para propio beneficio; malversación de fondos públicos; violación de la Constitución u otros que merezcan pena infamante o de muerte.

 

     En 1860, se excluyeron del enjuiciamiento a los legisladores —que de todos mo­dos podían ser expulsados por las respectivas Cámaras del Congreso y cuyo enjuiciamiento político resultaba redundante— y a los gobernadores de provin­cia, en línea con los rasgos más federales que impuso la reforma constitucional de aquel año. Pero se agregaron los magistrados inferiores como sujetos pasivos de remo­ción política. Por su parte, las causales quedaron reducidas a mal desem­peño, delito en el ejercicio de las respectivas funciones y crímenes comunes.

 

     Finalmente, en 1994 —siguiendo sobre el punto las enmiendas constitu­cio­nales de 1949 y 1972 que quedaron sin efecto— se eliminó el enjuiciamiento de los magistrados inferiores por parte del Congreso, permaneciendo aquéllos supe­ditados al proceso de remoción llevado a cabo por el Consejo de la Magis­tratura —como órgano acusador— y por el Jurado de Enjuiciamiento en el papel de tribunal, conforme lo establecido por los arts. 114 y 115 de la Cons­titución Na­cio­nal. Al incorporarse la figura del jefe de gabinete de ministros, éste quedó tam­bién sujeto al control que implica el juicio político[46].

 

     Las causales de destitución de los jueces de la Corte Suprema y de los ma­gistrados de las restantes instancias son las mismas. Por ello también resulta per­tinente examinar la jurisprudencia del Jurado de Enjuiciamiento acerca de la causal de mal desempeño que se imputa al Doctor Boggiano, y con­si­de­rar de qué modo se ha establecido la improcedencia de destituir a los magis­trados judi­cia­les por los criterios de interpretación sostenidos en sentencias o votos indi­viduales.

 

     Aunque las causas de remoción incluidas en el texto de 1853 parecen más precisas que las actuales —provenientes éstas de la reforma constitucional de 1860— debe repararse que la violación de la Constitución incluida en la Nor­ma de Base histórica, también implicaba un alto grado de discrecionalidad en su apreciación, casi tanto como el mal desempeño.

 

     Mas la indeterminación de la expresión mal desempeño no significa que lo que pueden estar indeterminados sean los hechos o las conductas concretas que se imputan al enjuiciado. La apreciación política de la gravedad de los hechos bajo las circunstancias en las que sucedieron y los actos atribuidos al pro­ce­sado deben estar claramente imputados y probados y, además, fundada la gra­ve­dad de los mismos para dar por configurada la causal de remoción. Según doc­trina del Jurado de Enjuiciamiento “está fuera de toda duda que son los he­chos ob­jeto de la acusación y no las calificaciones que de éstos haga el acu­sador, lo que determina la materia sometida al juzgador”[47].

 

     Según se ha sostenido para caracterizar al juicio público de responsabilidad, éste es un juicio de destitución o remoción de los funcionarios y magistrados sometidos a un control político, con propósitos políticos, promovido por cul­pas políticas, cuya consideración incumbe a un cuerpo político y con efectos políticos. Aunque se trate de casos de traición y soborno el juzgamiento es po­­tico y nada más[48]. A más de que la cita corresponde a un constitu­cio­nalista clási­co del derecho argentino, quien escribió mucho tiempo antes de que nues­tro país se sometiera a la responsabilidad internacional por violación de los dere­chos humanos y antes de que se reformara la Ley Suprema en 1994, debe decir­se que la cita refería al enjuiciamiento del presidente de la nación en los Estados Unidos —destitución de todos modos rechazada por el Senado— y que la descripción resulta válida si se distingue el significado de la expresión respon­sa­bilidad polí­tica referida a la política arquitectónica de la relacionada con la política ago­nal. La primera de ellas remite a las culpas que en el ejercicio de la función afec­tan sin duda alguna y gravemente a ésta. La segunda implica la lucha por alcan­zar el poder, mantenerlo o preservarlo diluyendo el control que el enjui­cia­do pue­de legítimamente ejercer, por ejemplo a través del examen de cons­titu­cio­na­lidad, si el empleo de esta verificación se percibe por acusadores y tribunal del Congreso como hostil u opositor a sus políticas públicas.

 

     Aunque resulta notorio conviene tenerlo presente, el ejercicio del control de constitucionalidad por parte de una Corte Suprema en el papel de tribunal de garantías constitucionales puede entenderse —y eventualmente con razón por parte de los poderes políticos— como un hostigamiento a la arquitectura guber­namental en la que estén empeñados. No obstante, esa posible desave­nencia insti­tucional no debe remediarse mediante la instrumentación del juicio po­­tico, porque, en esa hipótesis, toda garantía personal desaparecería de la repú­blica, al operar como un bloqueo de aquel control y, además, suscitaría la des­confianza pública sobre la independencia de los magistrados a futuro.

 

     En otros términos, y en el caso de esta defensa, los objetivos de política agonal y hasta arquitectónica circunstancialmente perseguidos en el enjuicia­mien­to de responsabilidad política, podrían derivar en una destitución por causa de discrepancias sobre la aplicación e interpretación de las normas y de los precedentes en casos concretos que tuvieran implicancias institu­cionales para el gobierno y que éste quisiera ver resueltos de modo diferente. Si ese fuera el caso, se estaría ante una palmaria violación de la Constitución Nacional. Si no fuera ese el objetivo buscado por la Acusación estaría ésta en condi­ciones de advertir que los cargos son inconsistentes.

 

     La Acusación ha dicho que:

 

     “4. Es entonces indiscutible que la división de poderes resulta un elemento fundante de nuestra cultura política y del sistema constitucional que nos cobija.

     ”Supone, por lo tanto, que ninguno de los tres grandes departamentos en que se han repartido las más importantes funciones del Estado (legislar, ejecutar y juzgar) pue­de ser avasallado por el otro, ni se admita la sumatoria de facultades en uno solo[49].

 

     La afirmación de la Acusación resulta vinculante para quien la expresa y para quien la debe aplicar en calidad de Tribunal del juicio político. Sin embargo pese a esa manifestación de principios, sigue diciendo la Acusación:

 

     “… no existe ningún elemento que permita la judicialización de este proceso emi­nentemente disciplinario.

 

     Y que:

 

     “El Congreso no puede imponer puntos de vista en cuestiones de derecho en las causas en trámite.

     [...]

     ” Pero tolerar el error y la diversidad de criterios en el análisis y decisión sobre las normas aplicables a un caso no implica admitir que la Corte legitime la violación de derechos constitucionales de los ciudadanos, la consagración de privilegios y/o las transferencias indebidas de ingresos, cuando a criterio del Congreso se aprecien como arbitrarias y carentes de fundamentos

     [...]

     ”En un juicio político no se analiza jurídicamente el contenido de una sentencia, sino que se estudia la sentencia como objeto o instrumento de mal desempeño de un magis­trado[50].

 

     No alcanzamos a comprender cuál es la consistencia de este razonamiento.

 

     Por cierto, la causal de mal de desempeño tiene especificidad propia según se trate del enjuiciamineto de los funcionarios políticos o de los magistrados judi­ciales.

 

     En el caso del presidente, vicepresidente, jefe de gabinete y ministros del Po­der Ejecutivo, el mal desempeño implica una valoración político institucional no partidaria de los actos y omisiones de los funcionarios, teniendo a la vista los resul­tados dañosos y las consecuencias graves de aquel obrar para las institu­cio­nes, para la confianza pública que los ciudadanos debieran tener en los funcio­narios o para el bienestar general.

 

     Casos notorios de vacío de poder en estricto sentido, por ejemplo por decla­rarse enfermo, dejar el cargo, delegarlo y retomarlo sin poder encauzar, siquiera mínimamente, la crisis que padeciera el país, constituiría un típico caso de mal desempeño en el ejercico del poder ejecutivo.

 

     Acontecimientos que ponen en evidencia actos de la vida privada o conduc­tas que señalan un patrón de comportamiento escandaloso o simplemente desa­rre­glado o indelicado por parte de los funcionarios públicos, tienen diferente peso a la hora de evaluar la procedencia del enjuiciamiento político según se tra­te de integrantes del Poder Ejecutivo o del Poder Judicial. En este último caso, la apre­ciación de la causal debe ser más rigurosa por dos órdenes de mo­tivos. En primer término porque el art. 110 de la Constitución Nacional dis­po­ne la per­ma­nencia en el cargo de los magistrados judiciales, mientras dure su buena con­ducta. En consecuencia de ello, la mala conducta constituye una cau­sal autó­noma de remoción de jueces[51]. En segundo lugar, el presidente, vice­presidente y ministros no son inamovibles sino por el período para el que fueron elec­tos los dos primeros y hasta que dure la confianza que les dispensa el presi­dente a sus ministros o, en el caso del jefe de gabinete, hasta que surta sus efec­tos una moción de censura o directamente proceda la remoción.

 

     En cambio, en principio y en general, la interpretación que los jueces hagan de las normas jurídicas y de sus propios precedentes en las sentencias que emi­tan —sobre todo en el ejercicio del control de constitucionalidad— y el criterio u opiniones vertidos en sus fallos están directamente relacionados con la inde­pendencia e imparcialidad en la función de administrar justicia.

 

     Ello exige que los magistrados no se vean expuestos al riesgo de ser enjui­cia­dos por esas razones, siempre que las consideraciones vertidas en sus sentencias no constituyan delitos o traduzcan un patrón de conducta de ineptitud moral o inte­lectual que los inhabilite para el desempeño del cargo[52].

 

     Por otro lado, el art. 14, último párrafo de la ley 24.937 estableció, respecto del ejercicio de la potestad disciplinaria del Consejo de la Magistratura sobre los ma­gistrados, que queda asegurada en el ejercicio de esa competencia la garantía de independencia de los jueces en materia del contenido de sus sentencias. Acerca de la cuestión, la Comisión de Disciplina del Consejo de la Magistratura sostuvo que la norma mencionada asegura imperativamente la independencia de los magistrados y encuentra fundamento en la doctrina según la cual la inter­pretación de normas jurídicas es un resorte exclusivo de los jueces de la causa. [53]

 

     Aunque la ley 24.937 no dispuso lo propio respecto a la competencia para remover a los jueces, va de suyo que se aplica al proceso de destitución similar límite que a aquella potestad disciplinaria porque la garantía de independencia en los criterios jurídicos de decisión deben asegurarse siempre, más aún cuando su no aseguramiento devendría en la destitución de un magistrado, es decir en el apartamiento de un juez de la función para la que se le concedió inamovilidad como garantía de los justiciables.

 

     Tampoco, en principio y en general, el error constituye causal de remoción de los magistrados judiciales, pues la tarea de juzgar no se encuentra exenta de tal posibilidad. Tal extremo fue reconocido en el informe acusatorio aprobado por la Cámara de Diputados contra el Doctor Boggiano.

 

     El eventual error de derecho está previsto en el sistema judicial y para reme­diarlo existen las vías recursivas que correspondan a fin de revisar y enmendar, si correspondiere, las decisiones de los magistrados o reparar los daños causados por esos errores. En ese sentido la Convención Americana de Derechos Huma­nos reconoció que “Toda persona tiene derecho a ser indemnizada conforme a la ley en caso de haber sido condenada en sentencia firme por error judicial…” (Art. 10 CADH).

 

     La alternativa contraria de examinar el desempeño de los magistrados por la interpretación del derecho que ellos hagan en sus sentencias —salvo comisión de delito o desviación de poder que debe probarse y no sólo alegarse por el acu­sa­dor— afectaría la independencia de los jueces, la libertad y autonomía de cri­terio con la que deben resolver y se los sujetaría a la presión o amenaza del po­der político o de los intereses. Debe tenerse en cuenta, además, que al aplicarse el derecho éste se interpreta y, la interpretación, en todos los casos implica optar entre alternativas posibles más o menos acertadas pues siempre constituye una decisión. En ocasiones, los que para unos constituye un error insostenible para otros significa una línea interpretativa novedosa que abre camino a los cambios sociales.

 

     La posibilidad de error en la interpretación del alcance de los derechos y del control de constitucionalidad es admitida expresamente por la Suprema Corte de los Estados Unidos como justificación para mudar sus decisiones. Pero ese tri­bunal es el único juez del error y de la mudanza de la doctrina. Así ha dicho:

 

     “III…Dieciocho años de esfuerzo judicial con virtualmente nada para mostrar por esa tarea justifica que volvamos a la pregunta acerca de si el estándar prometido en Ban­demer existe. Como la siguiente discusión revela, no han surgido estándares dis­cerni­bles y manejables para decidir en demandas por gerrymandering político. Care­cien­do de ellos, debemos concluir que las demandas por gerrymandering político son no justiciables y que Bandemer fue erróneamente decidido[54].

 

     El examen de las sentencias de la Corte Suprema como causal de destitución en juicio político —o de los diferentes votos de sus integrantes, ya sean que éstos integren la decisión mayoritaria o la minoritaria— reviste mayor gravedad y afecta en mayor medida la división de poderes en razón de la atribución con­fe­rida al Tribunal para efectuar el control de constitucionalidad en última instan­cia.

 

     En efecto, si los legisladores pueden examinar el modo, alcance y pertinencia del control de constitucionalidad ejercido por la Corte Suprema o los límites de tal control de la manera en que el Tribunal los considere procedentes, la doctrina creada por el Congreso cuando destituye a un magistrado judicial por el conte­ni­do de las sentencias se constituirá en el criterio implícito de decisión que con­dicionará a los jueces.

 

     Hacemos presente al H. Senado que no afirmamos aquí que una presión de tal envergadura determinará las pautas de interpretación y decisión de los jueces de la Corte Suprema en toda ocasión, porque siempre habrá magistrados que pese a ello examinarán las cuestiones con independencia de criterio. Lo que que­remos significar es que el sistema de la república democrática se articula en áreas de poder propias de cada uno de los órganos que las restantes autoridades deben respetar. Del mismo modo que en los Estados Unidos —porque sobre el punto ese es el sistema adoptado por la Constitución Nacional—, las decisiones de la Corte Suprema no son finales por ser infalibles. Son infalibles porque son finales, agregaríamos nosotros en el orden interno.

 

     A mayor abundamiento nos permitimos transcribir el voto del Doctor Agún­dez en el juicio seguido al juez Ricardo Lona por el Jurado de Enjuiciamiento que indica la doctrina que ese Jurado tiene acerca de la improcedencia de des­tituir a los jueces por el contenido de las sentencias:

 

     7°) El contenido de la sentencia —causa insuficiente para acusar por mal desem­peño—.

 

     ”Conforme ha sido expuesto el presente cargo por la acusación, corresponde decir, en principio, que el mismo se funda en la discrepancia que el órgano acusatorio en­cuentra con el “encuadre normativo” que ha efectuado el juez Lona en la respectiva sentencia de sobreseimiento, imputándole la “incorrecta” aplicación de las normas vi­gentes en este orden de ideas, y tal como este Jurado lo ha expresado oportunamente, la errónea aplicación del derecho que se imputa a un magistrado es insuficiente para sustentar la acusación por mal desempeño (fallo “Leiva”). Como principio general y de acuerdo a la jurisprudencia de este Cuerpo, como así también a la letra expresa de la ley (Art. 14, Inc. B, Ley 24.937), cabe señalar que los jueces no serán sometidos a pro­cesos de responsabilidad política —remoción— por la interpretación del derecho que realizan ni por el contenido de sus sentencias.

 

     ”El propio Consejo de la Magistratura que hoy acusa, ha sostenido que:

 

     ”«… debe procurarse evitar que se utilice la solicitud de sanciones disciplinarias o inclusive la amenaza de juicio político, como herramientas para condicionar el ejercicio independiente de la magistratura... No cabe pues... cercenar la libertad de deliberación y decisión que deben gozar los jueces en todos los casos sometidos a su conocimien­to» (Res. N° 212/2001, recaída en Expte. N° 89/2001, el 11 de Julio de 2001). Debe se­ñalarse que el posible error de las resoluciones judiciales, con prescindencia del Jui­cio que pueda merecer lo decidido respecto de su acierto, no puede determinar el enjui­ciamiento del magistrado (conf. Corte Suprema de Justicia de la Nación, Fallos 271:175; 272:193 y 301:1237; entre otros).

 

     [...]

 

     ”La interpretación de las normas aplicables al caso efectuada por el magistrado, contenidas en la sentencia del 9 de septiembre de 1988 —conteste con la opinión ex­puesta por el Sr. Fiscal Federal, en el dictamen de fecha 7 de septiembre de 1988—, más allá de su acierto o error, comporta la adopción de un determinado criterio jurídico en el ejercicio de funciones jurisdiccionales, materia ajena —como principio— al juicio político”[55].

 

 

§  7. Procedimiento y garantías aplicables en el juicio político

 

     Pero aunque el juicio de remoción sea considerado político y por lo tanto diferente de los procesos criminales; que exista un cierto grado de discreción en la apreciación de la causal de mal desempeño formulada en el art. 53 de la Constitución Nacional mediante una típica expresión indeterminada; que no se requiera ley penal previa para especificar todas y cada una de las posibles hipótesis de mal desempeño —y en el caso de los jueces, de mala conducta—[56] y que el proceso sea sustanciado por un organismo eminentemente político salvo para los jueces inferiores —donde, de todos modos, la representación política tam­bién es importante— no significa que en el desarrollo de la causa pueda tole­rarse la ausencia de las garantías del debido proceso y de la defensa en juicio, ni que se admita arbitrariedad alguna en la acreditación de los hechos confi­gurativos del mal desempeño. Dicho de otro modo, la discrecionalidad puede darse en la valoración de la conducta, pero no en los hechos ni en los actos que se imputan al sometido a proceso pues éstos deben ser delimitados precisamente en la Acusación y probados ante el tribunal del Senado para que den por producida la causal de remoción.

 

     Si retornamos a la hermenéutica constitucional, el empleo de las expresiones “juicio público” y “fallo”, unida a la exigencia de juramento que deben prestar los senadores cuando se constituyen en tribunal refieren sin duda a un proceso de responsabilidad política, sujeto a garantías. En esa línea de aseguramiento de las garantías judiciales deben anotarse las excusaciones que pueden presentar los integrantes del tribunal del Senado, o las recusaciones interpuestas por los acusados.

 

     En ese sentido conviene recordar dos antecedentes tempranos que resguar­daron la garantía de imparcialidad de los circunstanciales jueces del Senado. En el juicio público seguido al juez de sección de Mendoza, Dr. Juan Palma, el senador Arauz alegó haber integrado la Cámara de Diputados que decidió la acusación contra ese magistrado, el año próximo anterior. En el enjuiciamiento del juez Valentín Arroyo quien se excusó fue Vicente Gallo por haber votado el enjuiciamiento de aquel juez, como integrante de la Cámara de Diputados. Ambas excusaciones fueron admitidas[57]. Aunque esta incipiente y sana doctrina no se mantuvo en la jurisprudencia del Senado, debemos reiterar que después de otorgada la jerarquía constitucional a los tratados de derechos humanos en las condiciones de su vigencia, aquella primera doctrina parlamentaria resulta hoy de aplicación absolutamente insoslayable.

 

     En efecto, aún cuando no se emplearan aquellos términos que hacen judicial el proceso de remoción en juicio público, los principios del estado de derecho y de razonabilidad, las garantías del art. 18 de la Constitución, los arts. 8 y 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos exigen la preservación de aque­llas seguridades por la pena que implica la destitución en sí misma y la sanción que puede aparejar si se inhabilita al magistrado removido y porque los princi­pios enunciados confluyen en el principio de limitación en el ejercicio de los poderes y de ponderación en el uso de los controles.

 

     La cuestión, entonces, estriba en determinar cuáles son las garantías esen­ciales que no deben ignorarse en ningún juicio al que se someta a las personas bajo las seguridades del bloque de constitucionalidad.

 

     Si de algún modo se ha violado el derecho a contar con un tribunal indepen­diente, a ser oído, a producir prueba de descargo o si se dan por probados hechos que no existieron en absoluto, o se consideraron cargos que afectan la imparcialidad de los jueces, por ejemplo, la eventual decisión de remoción deberá ser controlada judicialmente.

 


 


[1]    Conf. Gelli, María AngélicaConstitución de la Nación Argentina. Comentada y Concordada— Se­gunda Edición ampliada y actualizada. La Ley. Buenos Aires, 2003, p. 284 y ss. El contenido mínimo del derecho que deben respetar las normas inferiores a la constitución se expresa en la declaración de derechos que obliga por igual a todos los operadores de la ley suprema.

[2]    Conf. Díez Picazo, LuisExperiencias jurídicas y teoría del derecho— 3ª. Edición corregida y puesta al día. Ariel S.A. Barcelona. España, 1993, p. 179.

[3]    Las dudas y la doctrina vacilante emanaron también de la propia jurisprudencia de la Corte Suprema. Ver al respecto y a título de ejemplo: “S.A. Martín y Cía. Ltda. c/Nación Argentina” Fallos 257:199 (1963) y “Meck Química Argentina c. Gobierno Nacional”, Fallos 211:162 (1948). En esta última sen­ten­cia el Tribunal sostuvo que en tiempo de guerra el derecho internacional primaba sobre la misma Constitución.

[4]    Cfr. consid. 18 del voto de la mayoría en “Ekmekdjian, Miguel Angel c/Sofovich, Gerardo y otros” Fallos 315:1492 (1992).

[5]    La Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, fue aprobada por ley 19.965, ratificada por el Po­der Ejecutivo Nacional, el 5 de diciembre de 1972 y entró en vigencia el 27 de enero de 1980.

[6]    Cfr. consid. 16 del voto de la mayoría en “Ekmekdjian, Miguel Angel c/Sofovich, Gerardo y otros” Fallos 315:1492 (1992). Énfasis agregado.

[7]    Cfr. Oyhanarte, Julio —La Visión Universalista de la Corte Suprema— Comentario a “Intro­duc­ción al Derecho Internacional. Relaciones Exteriores de los Ordenamientos Jurídicos”, por Antonio Bog­giano (La Ley. Buenos Aires, 1995). Publicado en La Nación. Buenos Aires, 25 de julio de 1995, y en La Ley 1995-D, 1606. Énfasis agregado.

[8]    Vale la pena reparar en lo afirmado por el Doctor Julio Oyhanarte: “Por alguna razón especial, en el ámbito de la Corte Suprema, no obstante la presunción de que es estrictamente recoleto, en sus despachos y oficinas y patios y pasillos, nada puede ser mantenido en secreto. Allí todo se sabe, inevitablemente. Y por eso es cierto que en la Corte Suprema nadie ignora que el voto de la mayoría en el caso “Ekmekdjian” y las sentencias que de él derivan fueron pensados y escritos —en lo atinente al derecho internacional— por el ministro Boggiano, a quien es justo reconocer, más que «cierto protagonismo», como él mismo admite, la autoría exclusiva”. Cfr. Oyhanarte, Julio —La Visión Universalista de la Cor­te Suprema— Comentario a “Introducción al Derecho Internacional. Relaciones Exteriores de los Orde­na­mientos Jurídicos”, por Antonio Boggiano (La Ley. Buenos Aires, 1995). Publicado en La Nación. Buenos Aires, 25 de julio de 1995 y en La Ley 1995-D, 1606. (Énfasis agregado).

[9]    En 1994 no había partidos o movimientos políticos proscriptos. En la convención constituyente se ex­presó la multiplicidad ideológica y social de la República Argentina y, una vez sancionadas las reformas, ningún sector cuestionó aquella legitimidad ni manifestó que fuese la imposición de unos sobre los otros, no obstante las críticas que algunas de las enmiendas recibieron. Ni la Constitución histórica de 1853 tuvo semejante legitimación, pues en la sanción de ésta estuvo ausente la Provincia de Buenos Aires además de la menguada representación de las provincias que asumieron algunos convencionales alquilones. Ello, por cierto, no va en mengua del formidable esfuerzo por lograr la unidad política y jurídica que asumieron y concretaron los convencionales en 1853. Con la referencia se quiere señalar el arduo camino que siguió el proceso democratizador en la República Argentina hasta suturar la ruptura de la legitimidad constitucional.

[10]  El concepto de bloque de constitucionalidad desarrollado por el Prof. Germán BIDART CAMPOS en la Repú­blica Argentina, proporciona una explicación plausible al sistema de fuentes y al principio de supremacía del ordenamiento jurídico argentino, luego de operada la reforma constitucional de 1994. El bloque de constitucionalidad está integrado, hoy, por el derecho federal indicado en el art. 31 de la Constitución Na­cional y, en ese bloque, se incluyen los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional y los demás tratados (arts. 75, inc. 22 y 24), todos por encima de cualquier otra norma del sistema jurídico infe­rior a la Constitución.

      En varios pronunciamientos de la Corte Suprema diversos votos reconocieron que los convencionales cons­tituyentes de 1994 había efectuado el juicio de comprobación de la compatibilidad entre el texto consti­tucional y el texto de los tratados que adquirían jerarquía constitucional. Cfr., entre otros, “Monges, Ana­lía c. Universidad de Buenos Aires”, C.S.(1996) La Ley 1997-C-143; “Petric, Domagoj Antonio c. Diario Pági­na 12”, Fallos 321:885 (1998); “Cancela”, Fallos 321:2637 (1998). En esta última sentencia —se­gún sostuvo el ministro Boggiano en “Espósito”— los votos que sostuvieron aquella interpretación lle­ga­ron a la mayoría absoluta de cinco. Cfr. Espósito, Miguel Ángel s/incidente de prescripción” C.S. (2004). La Ley, Suplemento de Derecho Constitucional, Buenos Aires, 21 de abril de 2005.

[11]  La Corte Suprema argentina al remitirse a la jurisprudencia internacional y a su valor como guía de interpretación para resolver controversias en los casos concretos aludió, en “Ekmekdjian c/Sofovich”, a la Opinión Consultiva 7/86, afirmando que en la interpretación del Pacto de San José de Costa Rica ella misma debe guiarse por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. (Cfr. consid. 21 del voto de la mayoría en “Ekmekdjian c/Sofovich”. Fallos 315:1492 (1992); en “Giroldi”, a la Opinión Consultiva 11/90 de aquella Corte (Cfr. consid. 12 de “Giroldi”, Fallos 318: 514 (1995); en “Bra­majo”, a la opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitida en el Informe del Caso 10.035 República Argentina (Cfr. consid. 8 de “Bramajo”, Fallos 319: 1840 (1996); en “Felicetti”, a la re­comendación efectuada al país por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, interpretando sus alcances y reiterando que en virtud del “principio de buena fe que rige la actuación del Estado argentino en el cumplimiento de sus compromisos internacionales, aquél debe realizar los mayores esfuerzos en otorgar respuesta favorable a las recomendaciones de la Comisión…”. (Cfr. consid. 6 del voto de la mayoría en “Feli­cetti”, CS F 787 XXXVI (2000). El análisis de esta última sentencia en GELLI, María AngélicaMatices de la legitimación, el agravio y el interés del Estado, por su responsabilidad internacional en materia de derechos humanos (Algunas consideraciones sobre el caso “F.,R.”) El Derecho. Serie Especial. Constitucional. Buenos Aires, 17 de abril de 2001).

[12]  La experiencia comparada muestra que siempre hay un lapso entre la sanción de nuevas normas constitucionales y su cabal e íntegra aplicación por los operadores de la constitución. Mucho tiempo después de que fueran abolidos los derechos feudales en la revolución francesa, los campesinos continuaron llevando el trigo a moler a los molinos de los señores quienes legalmente habían desaparecido. Aunque en la República Argentina, el art. 24 de la Constitución de 1853 mandó al Congreso de la Nación promover la reforma de la legislación en todos sus ramos, recién en 1862 el Código de Comercio redactado para la Provincia de Buenos Aires se convirtió en ley nacional y el Código Civil entró en vigencia en 1871. No obs­tante, en el estadio de madurez democrática que ha alcanzado la República Argentina ya no resulta posible ignorar o atenuar la plenitud de las garantías.

[13]  Aunque hay varios criterios diferenciadores de la analogía y de la extensión, puede sostenerse que la in­ter­pretación analógica traslada la norma de un marco institucional a otro. En la interpretación por extensión se mantiene la norma dentro de su marco institucional, pero entendemos incluido en el supuesto de hecho de ella más casos de los que resultan de su texto. Cfr. Díez Picazo, LuisExperiencias jurídicas y teoría del derecho— Editorial Ariel. Barcelona, 1993, p. 280. En el caso del art. 28, la interpretación analógica trasladaría la prohibición impuesta al Congreso de alterar los derechos y garantías, al presidente de la Nación, a los funcionarios de la Administración Pública y a los magistrados judiciales. La interpretación por extensión, en cambio, permitiría comprender entre las declaraciones derechos y garantías referidas en el art. 28 de la Constitución Nacional a los declarados en las normas siguientes a esa disposición, incluyendo a los que emanan de las atribuciones legislativas.

[14]  Cfr. Ekmekdjian, Miguel ÁngelTratado de Derecho Constitucional. Constitución de la Nación Argen­­tina, comentada, y anotada con legislación, jurisprudencia y doctrina— Depalma. Buenos Aires, 1995. Tomo III, pp. 33 ss.

[15]  Cfr. Linares, Juan FranciscoLa razonabilidad de las leyes. El debido proceso como garantía in­nominada en la Constitución Nacional— Astrea. Buenos Aires, 2° Edición, 1989.

[16]  Cfr. Badeni, GregorioInstituciones de Derecho Constitucional— AD-Hoc. Buenos Aires, 1997, pag. 246. Sostiene el autor que la razonabilidad en el acto del poder de policía no debe ser probada, por­que ella se presume. Todos los actos de gobierno, importen o no el ejercicio del poder de policía, disfru­tan de una fuerte presunción de constitucionalidad y, como consecuencia de razonabilidad. Énfasis agregado.

[17]  Cfr. Gelli, María AngélicaConstitución de la Nación Argentina. Comentada y Concordada— Segunda Edición ampliada y actualizada. La Ley. Buenos Aires, 2003, 249 ss.

[18]  Sabido es que existen muchos métodos de interpretación jurídica y, por cierto, de interpretación cons­ti­tu­cional. Simplificando mucho las cosas pueden reconocerse dos líneas interpretativas de la Constitución Na­cional. La histórica u originalista interpreta la Constitución a partir del significado que sus disposi­cio­nes tuvieron cuando fueron sancionadas, reformadas o incorporadas, y privilegia la exégesis dogmática y la finalidad que entonces tuvo el legislador. La interpretación dinámica distingue las ideas o principios rec­to­res que llevaron a sancionar la norma constitucional de los contenidos que tuvieron —y tienen— esas nor­mas al momento de su sanción y al momento de su aplicación. Esta última opción interpretativa no im­plica suscribir al relativismo jurídico sino considerar, también, los contextos institucionales en los que los mecanismos constitucionales se emplean, y examinar la preservación de las garantías con la amplitud que le reconocen los nuevos paradigmas valorativos que emanan del estado social de derecho. El empleo de uno u otro método interpretativo es particularmente relevante cuando se trata de dar contenido a los tér­mi­nos o expresiones indeterminadas de la Constitución, por ejemplo, para determinar el significado de mal desempeño como causal de destitución mediante el juicio público que prevé el art. 53 de la Cons­titución Na­cional.

      La Corte Suprema argentina, luego del retorno al sistema democrático en 1983 aplicó la interpretación diná­mica de los derechos constitucionales y de su propio papel en el caso “Sejean c/Zaks de Sjean”, Fallos 308:2268 (1986), declarando inconstitucional la ley de matrimonio civil que había regido por más de cien años. Al hacerlo así, el Tribunal amplió la declaración de derechos implícitos de la Constitución y exa­mi­nó la razonabilidad de la ley de matrimonio civil sin “desentenderse de las transformaciones históricas y sociales” acaecidas en el país. La pregunta que se formuló entonces la Corte Suprema ilustra al respecto: “Esta Corte que no rechazó el desconocimiento de los derechos electorales de la mujer ¿mantendría esa pos­tura si todavía hoy el legislador no los hubiera reconocido? (Cfr. consid. 16 del primer voto del ministro Fayt). Para el papel de la Corte Suprema en el uso de ese método de interpretación constitucional, pueden verse los consid, 9 y 10 del voto del ministro Bacqué en la misma sentencia.

[19]  Tal lo sucedido, por ejemplo, con la ley de amparo 16.986 todavía vigente a más de diez años de la re­for­­ma constitucional de 1994. La aplicación de la ley 16.986 requiere una interpretación de sus disposicio­nes a la luz del art. 43 de la Constitución Nacional a fin de establecer si todas ella pasan el test de constitucionalidad.

[20]  Mediante el control de la inconstitucionalidad sobreviviente se examinan las normas de cualquier jerarquía que fueran cuestionadas por las partes, a la luz de las circunstancias en que ellas deban aplicarse       —aun­que esa coyuntura no sea, estrictamente, parte de la controversia— y se evalúan cómo y en qué grado una disposición considerada constitucional cuando se la dictó —o cuando se sometió a prueba su razonabilidad en una controversia pasada— sobrevino inconstitucional por cambios sustantivos en las situaciones de hecho o jurídicas bajo las cuales se la dictó. En el caso “Tobar” (C.S. 2002) la disidencia del ministro Bog­­giano sostuvo la constitucionalidad de una rebaja no confiscatoria de los salarios del sector público, considerando las circunstancias sobrevivientes al decreto que impuso esas disminuciones, tales como “el déficit fiscal, las restricciones y el estrangulamiento del sistema financiero y la declaración formal de suspensión de pagos internacionales de la Nación, calamidad ésta en la que jamás había caído la República”. (Cfr. consid. 2º de la sentencia citada).

[21]  Cfr. Cámara de Diputados de la Nación. Sesiones Ordinarias, 2004, Orden del día Nº 1755, p. 5. Én­fa­sis agregado.

[22]  Para indicar sólo los que se refieren a los órganos involucrados en este juicio político —Cámaras del Congreso federal y Corte Suprema de Justicia de la Nación— conviene recordar que el Tribunal está atribuido para controlar al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo mediante el ejercicio del control de constitucionalidad. Control cuyos límites constituyen una de las cuestiones más problemáticas del derecho público, no resueltas del todo con el empleo de la doctrina de las cuestiones políticas no judiciales o por el alcance acordado a la legitimación activa de quien solicita el control. La cuestión también es percibida como problemática en los Estados Unidos de Norteamérica cuando la Corte avanza en el control para garantizar derechos de las personas —su razón de ser, en última instancia— restringiendo las competencias de los poderes políticos.

[23]  Cfr. consid. 18 del voto en concurrencia de los ministros Maqueda y Zaffaroni en“Itzcovich” Mabel c/ ANSeS s/reajustes varios”. C.S. I. 349. XXXIX. R.O. (29 de marzo de 2005).

[24]  Cfr. consid. 5 y 21 de “Fernández Arias c/Poggio”, Fallos 247:646 (1960).

[25]  Cfr. consid. 18 del voto de la mayoría en “Peralta, Luis A. y otro c/ Estado Nacional (Ministerio de Eco­nomía — Banco Central”, Fallos 313: 1513 (1990). Énfasis agregado.

[26]  Según se ha dicho —y sin referencia al sistema argentino— uno de los problemas que atraviesa el po­der judicial es el de la comunicación y comprensión entre jueces y sociedad. “Cuando se afirma que la jus­ti­cia está politizada se quiere, ante todo, deslegitimar una determinada resolución”. Cfr. Bacigalupo, Enrique —Documento para un Grupo de Investigación del Consejo del Poder Judicial—.

[27]  Cfr. Cámara de Diputados de la Nación. Sesiones Ordinarias, 2004, Orden del día Nº 1755, p. 5, pun­tos 1 y 2. Énfasis agregado.

[28]  Ya antes de la reforma constitucional de 1994 se planteó, sin éxito, la mudanza del presidencialismo por un sistema parlamentario. El debate plasmado en los textos que publicó el Consejo para la Consolidación de la Democracia dan cuenta del impulso que se le quiso dar al parlamentarismo en la primera etapa del retorno a la democracia en Argentina.

[29]  El art. 280 del CPCCN dispone: "La Corte, según su sana discreción y con la sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren insustanciales o carentes de trascendencia" En consonancia con esta disposición, el art. 285 de aquel ordenamiento legal dice "si la queja fuese por denegación del recurso extraordinario, la Corte podrá rechazar este recurso en los supuestos y forma previstos en el art. 280, párr. 2º".

[30]  A título de ejemplo, puede señalarse que el Jurado de Enjuiciamiento sigue empleando la expresión “jui­cio político”. Cfr. “Doctor Roberto Enrique Murature s/ pedido de enjuiciamiento”, JEMN (20/9/2003); y “Doctor Ricardo Lona s/pedido de enjuiciamiento”, JEMN (18/2/2004). De su lado, el Procurador General y la Corte Suprema también usan la expresión. Ver, “Moliné O´Connor, Eduardo” (C.S. integrada por conjueces, 1/6/2004) Lexis Nexis, J.A. Suplemento Especial. Jurisprudencia de la Cor­te Suprema de Justicia de la Nación. Buenos Aires, 4/8/2004.

[31]  Cfr. Corwin, Edward S.La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual— Editorial Fraterna. Buenos Aires, 1987, p. 266. Como señala el autor, tan importantes como los cargos que se aprobaron resulta el que fue rechazado, relacionado con las atribuciones del presidente como comandante en jefe de las fuerzas armadas y órgano principal de conducción de las relaciones exteriores. Nótese que esta última cuestión está directamente relacionada con atribuciones discrecionales del funcionario sujeto a juicio político —en el caso, el Presidente de la Nación— y, por ello, entendemos, exenta del control de Con­greso. El criterio es trasladable en nuestro país y con más razón por emanar de una atribución legislativa ex­presa, a la competencia de la Corte Suprema para rechazar un recurso extraordinario federal —o una que­ja— por falta de cuestión federal suficiente. (Art. 280 y 285 CPCCN).

      A fin de calibrar en toda su magnitud los controles congresionales y judiciales sobre el poder ejecutivo en los Estados Unidos, cabe recordar que siete personas relacionadas con el Presidente Nixon fueron acusadas por el Gran Jurado bajo los cargos de conspiración para obstruir a la justicia y otros delitos relacionados con el caso Watergate (el espionaje efectuado en oficinas del Partido Demócrata atribuido a miembros del Partido Republicano). A raíz de ese proceso se citó al Presidente para que éste exhibiera una serie de cintas magnetofónicas ante la Corte de Distrito en las que él mantenía conversaciones con sus asesores. El requerimiento se efectuaba, como dijo luego la Suprema Corte, a fin de garantizar el derecho de defensa de los acusados. El Presidente entregó transcripciones escritas de varias conversaciones y su abogado presentó un privilegio de preservación de conversaciones confidenciales para asegurar el buen gobierno. Llegado el caso a la Suprema Corte, ésta ordenó la entrega de las cintas grabadas que resultaron particularmente dañosas para el Presidente, quien, ante la orden del Tribunal, anunció que cumpliría la orden, las entregó y a los pocos días presentó su renuncia a la Presidencia de la nación. En nuestro país, como todos sabemos, los partidos del gobierno han resistido la procedencia del juicio político aunque ese camino pudo haber resuelto la crisis política dentro de las reglas del sistema.

[32]  Cfr. Quiroga Lavié, HumbertoConstitución de la Nación Argentina Comentada— Zavalía Edi­tor, Buenos Aires, 1996, p. 269. El juez Fortas fue propuesto por el Presidente Lyndon B. Johnson, can­didato éste del Partido Demócrata. El magistrado permaneció en la Corte Suprema entre los años 1965 y 1969.

[33]  En cambio, en los Estados Unidos algunas nominaciones presidenciales de jueces para la Corte Suprema fueron rechazadas por el Senado. El juez John Rutledge nombrado por el Presidente Washington no fue confirmado.

[34]  Bush vs. Gore”, SC USA, 12 de diciembre de 2000, La Ley, 2001-A-65.

[35]  Una situación curiosa se presentó a propósito del caso “Texas vs. Johnson” en el que la Suprema Corte de los Estados Unidos al rechazar la aplicación de una pena al infractor, consideró conducta expresiva amparada por la constitución, la quema de la bandera nacional como protesta contra acciones gubernamentales. El presidente de entonces, luego de que se emitiera la sentencia en “Texas vs. Johnson”, recorrió fábricas de banderas en señal de desagravio y se presentaron proyectos de enmiendas a fin de incluir en la constitución el delito de destrucción de la bandera. Pero no se propició enjuiciar a la Suprema Corte por el fallo que había dictado. Puede verse el análisis de la sentencia en Bianchi Alberto B.El caso “Texas vs. Johnson” y el dilema de la colisión de derechos fundamentales— Asociación Argentina de Derecho Constitucional. Boletín Informativo Nº 61, y 61. Buenos Aires, mayo y junio de 1991.

[36]  Caso citado por Santiago Alfonso (h.)Grandezas y miserias en la vida judicial. El mal desempeño como causal de remoción de los magistrados judiciales— Colección Académica, El Derecho, Buenos Aires, 2003, p. 92. El autor califica la decisión del Senado de USA de “correcta”. Resulta pertinente memorar que el juez Samuel Chase fue nominado por el Presidente Washington del Partido Federalista, integró la Suprema Corte entre 1796 y 1811, hasta su fallecimiento en el cargo. La sentencia cuestionada fue emitida en 1803 y la acusación contra Chase fue formalizada en 1805 durante otra administración ejecutiva, la del Presidente Jefferson proveniente del Partido Republicano.

[37]  Loewenstein, KarlTeoría de la Constitución— Ed. Ariel, Barcelona, España, 1976.

[38]  La Comisión de juicio político de la Cámara de Diputados integrada por los diputados Eduardo Beretta, Raúl Bustos Fierro, Rodolfo A. Decker, Alcides Esteban Montiel y José Emilio Visca presentó el informe acusatorio ante el Senado en el que se acusaba, también, al ministro Roberto Repetto, acusación que fue desestimada por el Senado ya que el juez había renunciado al cargo.

      Según se dijo mucho tiempo después, en referencia a Roberto Repetto y a quienes integraban la Corte Suprema con él cuando se sometió a enjuiciamiento político al Tribunal, “(n)i él ni sus acompañantes tuvieron ninguna responsabilidad en el trazado de la política económica ni de la política-política de los años treinta. Tampoco pudieron impedirla. Si hubieran intentado hacerlo, habrían incurrido en una conducta institucionalmente desquiciadora. En homenaje a ellos, es justo decir que gran parte de las líneas jurisprudenciales que iniciaron, …conservan vigencia y son aptas para sustentar al tipo de Estado que las necesidades del país demandan. En las doctrinas de la Corte de Repetto hay perdurabilidad, no vetustez, y este es su principal mérito. Cfr. Oyhanarte, Julio — Historia del Poder Judicial— Todo es Historia, Nº 61, Buenos Aires, mayo de 1972, p. 105.

[39]  Cfr. Oyhanarte, Julio — Historia del Poder Judicial— Todo es Historia. Nº 61. Buenos Aires, mayo de 1972, p. 108.

[40]  Cámara de Diputados de la Nación. Sesiones Ordinarias, 2004, Orden del día Nº 1755, p. 13. punto 8. Én­fasis agregado.

[41]  Cfr. Cámara de Diputados de la Nación. Sesiones Ordinarias, 2004, Orden del día Nº 1755, p. 4, b). Én­fasis agregado.

[42]  Cfr. Bacigalupo, Enrique —Documento para un Grupo de Investigación del Consejo del Poder Ju­di­cial— p. 3.

[43]  Derrida lo manifiesta con agudeza: “Por más singular, irreductible, testaruda, dolorosa o trágica que sea la ´realidad´ a la cual se refiere la ´actualidad´ ésta nos llega a través de una hechura ficcional”. Cfr. Derrida, Jacques / Stiegler, Bernard, Ecografías de la televisión - Entrevistas filmadas, Eudeba, Buenos Aires, 1998, p. 15.

[44]  Cfr. Bacigalupo, Enrique—Documento para un Grupo de Investigación del Consejo del Poder Judicial, p. 2. Énfasis en el original.

[45]  Cfr. Bacigalupo, Enrique—Documento para un Grupo de Investigación del Consejo del Poder Judicial,  p. 5.

[46]  Además de la verificación de su desempeño que también efectúan las Cámaras del Congreso, quienes pueden votar una moción de censura o remover al jefe de gabinete de ministros, según lo dispuesto por art. 101 de la Constitución Nacional.

[47]  Cfr. doctrina de la causa "Nicosia", Fallos: 316: 2940 citada en JEMN, causa Nº 2 "Doctor Víctor Hermes Brusa s/ pedido de enjuiciamiento", consid. 26 y 67). En el mismo sentido consid. 3º de “Doctor Roberto Enrique Murature” JEMN (29/9/2003).

[48]  Cfr. González Calderón, Juan A.Derecho constitucional argentino— 2da. Ed., Buenos Aires, 1926, T III, p. 344. Al respecto, el autor hizo suyas las expresiones del senador norteamericano Summer, en el caso del presidente Andrew Johnson. Éste fue acusado por la Cámara de Representantes pero el Senado no alcanzó —por un voto— la mayoría necesaria para destituirlo.

[49]  Cfr. Cámara de Diputados de la Nación. Sesiones Ordinarias, 2004, Orden del día Nº 1755, p. 7. punto 4. Énfasis agregado.

[50]  Cfr. Cámara de Diputados de la Nación. Sesiones Ordinarias, 2004, Orden del día Nº 1755, p. 9. puntos 13 y 14. Énfasis agregado.

[51]  Ver, al respecto Gelli, María Angélica —¿Constituye la mala conducta una causal autónoma de remoción de magistrados judiciales?— Columna de opinión. La Ley, 8 de marzo de 2001.

[52]  Cfr. consid. 9° del voto de la mayoría, con cita de Fallos 274:415, en “Bustos Fierro, Ricardo” JEMN. (26 de abril de 2000) En el caso se imputaba al juez las causales de mal desempeño en el ejercicio de sus funciones y presunta comisión del delito de prevaricato cometido en los autos “Carbonetti, Domingo Ángel, Partido Justicialista Distrito Córdoba C/Estado Nacional y Convención Constituyente s/acción declarativa de certeza”. La demanda se había promovido a fin de eliminar los impedimentos constitucionales que prohibían una nueva candidatura a la presidencia de la Nación del entonces presidente Carlos Saúl Menem. Aunque las normas constitucionales que correspondían aplicar al caso de la reelección presidencial que se pretendía eran clarísimas en sentido contrario a la petición —incluida la disposición transitoria novena, sancionada para que no hubiera lugar a dudas al respecto— el Jurado de Enjuiciamiento, por mayoría, rechazó las causales de remoción, ordenó reponer al magistrado suspendido en sus funciones e impuso las costas al Fisco.

[53] Cfr. dictamen 57/00 de la Comisión de Disciplina del Consejo de la Magistratura en el Expte. 460/99, caratulado “Bova, Carmelo c/ doctores Julio Víctor Revoredo, Jorge Jaime Hemmingsen y Alberto Ramón Durán”.

[54]  Cfr. “Vieth et al. c/Jubelirer, President of the Pennsylvania Senate, et, al”. SC USA (2004). La Ley. Suplemento de Derecho Constitucional. Buenos Aires, 25 de febrero de 2005. Énfasis agregado.

[55]  Cfr. consid. 7º del voto del jurado Jorge Alfredo Agúndez en “Doctor Ricardo Lona s/pedido de enjuiciamiento” JEMN, 18/2/2004.

[56]  El art. 110 de la Constitución Nacional dice en la parte pertinente que: “Los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores de la Nación conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta…”. Énfasis agregado.

[57]  Cfr. Congreso Nacional “Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores” sesiones del 19/5/1868 y del 16/6/1868 y sesión del 3/6/1919, respectivamente. Los dos casos citados en Armagnague, Juan F.Juicio Político y Jurado de Enjuiciamiento. En la nueva Constitución Nacional— Depalma, Buenos Aires, 1995, pp. 129/130.