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Consecuencias institucionales de este juicio político
y de la eventual destitución del juez Boggiano


 

§  1.  Los efectos del juicio político a los integrantes de la Corte Suprema

          que alteran la conformación del Tribunal

 

     En un sistema político como el argentino, en el que la Corte Suprema tiene atri­­buida la competencia para ejercer en última instancia el control de constitucio­nalidad sobre los actos de los otros poderes y sobre las restantes instancias judi­ciales en casos de sentencias arbitrarias, el mecanismo y los instrumentos de elec­ción y de remoción de los integrantes de aquélla reviste suma trascendencia y deviene en cuestión crítica en sentido fuerte[1].

 

     En efecto, la conformación del más alto tribunal de la Nación demanda independencia frente a las eventuales interferencias de los poderes políticos y de los diversos poderes sociales que conforman e interactúan en la comunidad y con el Estado, y demandan también estabilidad de los integrantes de la Corte Suprema a través del tiempo, sobre todo, más allá de los períodos presidenciales que correspondan ejercer a las respectivas Administraciones. Ello a fin de que las decisiones de la Corte Suprema estén exentas de aquellos entrometimientos indebidos, libres de sospechas de parcialidad[2] y puedan percibirse por la sociedad como el resultado de la justicia aplicada al caso concreto y, a la vez, la concreción del bienestar general en el mediano y en el largo plazo. Esto, cuando el Tribunal es llamado a desarrollar principios de amplio alcance sobre cuestiones controversiales, siempre, desde luego, dentro de los bordes de la Constitución, los Tratados con jerarquía constitucional y las leyes.

 

     En especial, cuando se trata de la aplicación de los principios constitucionales o de los derechos y garantías —si éstos son enunciados de modo general o con cierto grado de indeterminación y son confrontados con las normas vigentes— la labor de la Corte Suprema se torna particularmente compleja, pues, al resolver el caso de que se trate, también formula el criterio de decisión en casos futuros, es decir, da carnadura, alcance y límites a los principios, derechos y garantías.

 

     Desde luego, esa elaboración se nutre tanto del ideario constitucional como de las convicciones sociales y, a fin de evitar la arbitrariedad, se ciñe —debería ajustarse— a métodos de interpretación rigurosos y a justificaciones razonables.

 

     En la República Argentina, además, los jueces y en última instancia los integrantes de la Corte Suprema debieron resolver —en diversas etapas— conflictos atravesados por las crisis y las emergencias de variadas intensidades y que respon­dieron a múltiples causas. Cuando ello aconteció, los magistrados debieron pronunciarse acerca de la aplicación y alcance del derecho de emergencia sancionado por los poderes políticos con el objetivo formalmente declarado de morigerar las consecuencias de las crisis o, a lo menos, de enderezarlas dentro de los carriles constitucionales. En ese marco y situación los jueces debieron examinar los hechos relevantes que configuraron las emergencias y las consecuencias que aquéllos y ésta produjeron; debieron atender, evaluar y decidir acerca de los cuestionamientos a las disposiciones de emergencia formulada por los afectados por ella. En otros términos, los jueces debieron resolver la declaración de cons­­­t­itucionalidad o la eventual inconstitucionalidad o irrazonabilidad de las disposiciones jurídicas aplicables.

 

     Como es sencillo advertir —y más todavía a las señoras senadoras y a los señores senadores, integrantes de la Cámara de la representación federal y del Poder Legislativo de la Nación— el control de constitucionalidad en tiempos de emer­gencias pone a la Corte Suprema y a sus integrantes ante la necesidad de no invadir atribuciones de los poderes políticos al mismo tiempo que los compele a no abandonar sus deberes como miembros de un Tribunal de Garantías Cons­­titucionales.

 

     La Corte Suprema en la república democrática está obligada a respetar la división de poderes, manteniéndose en los lindes de sus atribuciones con el objeto de no avasallar el principio mayoritario. En esa línea, debe preservar el debate democrático en el sostenimiento de los derechos políticos de las minorías y las mayorías, si las hubiere, y prestar consideración a las finalidades del legislador cuando éste define las políticas públicas. Pero el Tribunal está vinculado en pri­­mer lugar por la Constitución y los tratados de derechos humanos al reconocimiento de los derechos y a la aplicación de las garantías, todo ello en caso y ante agravio concreto. El equilibrio y la armonización de esos dos intereses legítimos en la sociedad democrática requiere de los jueces un arduo trabajo, no siempre exitoso ni comprendido por la sociedad.

 

     Si se admite que todo juez —y en medida mayor el que integra la Corte Suprema— es un actor político no partidario y calificado, en tanto la sociedad le otorga competencia para componer los conflictos de acuerdo a los valores constitucionales objetivados en las normas vigentes, se comprenderá cómo las decisiones de aquél trascienden el ámbito singular de la controversia concreta para influir, con lo que argumenta y con la regla que crea, en la consolidación o debilitamiento de aquellos valores. En ocasiones, la decisión judicial parece iniciarse y concluir en el conflicto que le dio origen. Sin embargo, puede suceder, que esa regla sea invocada en casos futuros, bajo otras circunstancias, en las que se la pone a prueba en su consistencia y eficacia. Por ese doble efecto concreto y po­ten­cial de las sentencias, sobre todo las de la Corte Suprema, los jueces tienen dis­ponibles diferentes criterios o pautas de razonabilidad, más o menos estrictos, para medir la constitucionalidad de las normas. El consecuencialismo permite de­ci­dir lo que en derecho corresponde, sin desentenderse de los efectos que pro­du­­cirá el fallo en otros integrantes del colectivo directamente afectado al que pertenece quien demandó o en la sociedad en su conjunto[3]. Por si esto no bastara para hacer más complejas y difíciles las decisiones de la Corte Suprema, sus in­te­grantes deben desechar la tentación del maltrato institucional a otros actores políticos o jurídicos involucrados en conflictos ordinarios o en contextos de emer­­gencia[4].

 

     Ahora bien, si ése es el tamaño de la responsabilidad pública de los magistrados judiciales ¿qué condiciones debieran reunir éstos para dar respuestas adecuadas a tales exigencias? ¿Cuál sería el grado de idoneidad mínimo indispensable que debiera tener un juez en general y un ministro de la Corte Suprema en par­ticular? Pero, si por vía de hipótesis, se encontraran postulantes a la magistratu­ra plenos de cualidades adecuadas para tal función, ¿bastaría con ello? ¿Podría suce­der, en cambio, que los jueces tuvieran las calidades necesarias y todavía más que las mínimas, pero que eso no fuera suficiente? Si éste es el caso: ¿Qué otras condiciones se requerirían para favorecer las mejores y más independientes decisiones de los magistrados? ¿Para que el arbitraje constitucional de la Corte Suprema sea no sólo aceptado por todos —ganadores y perdidosos de la contien­da jurídica—, sino también respetado por los demás operadores del derecho y los agentes políticos y apreciado por la sociedad en su conjunto?

 

     La Mesa Permanente de Justicia del Diálogo Argentino, reunida durante los aciagos días de la crisis desatada a finales del año 2001, reflexionó y elaboró —a través de la Comisión de Justicia— un perfil del juez que recogió el pensamien­to, el debate y los acuerdos de magistrados argentinos, comprometidos con la cues­tión en un momento particularmente difícil para la sociedad argentina. Como el H. Senado recordará, el Diálogo Argentino fue un intento por resolver el grave conflicto político y social que atenazaba a nuestro país, mediante acuerdos. Para la República Argentina, con una larga historia de desavenencias resueltas, muchas de ellas, por la vía violenta, constituyó un signo y un símbolo de que la paz social, y el mantenimiento de las instituciones democráticas —con todas sus debilidades— era aún posible[5].

 

     El perfil del juez fue construido sobre la base de cuatro idoneidades, la téc­ni­co-jurí­dica; la física y psicológica; la ética y la gerencial.

 

     Según se dijo “la función judicial consiste básicamente en decir prudentemen­te el derecho, en conflictos jurídicos concretos… esa idoneidad no debe ser entendida de manera «juridicista», o sea reducida a lo que es estrictamente el de­re­cho contenido en normas jurídicas, dado que para comprender y operar ade­cua­damente con el derecho resulta imprescindible advertir sus inescindibles dimensiones culturales, económicas, políticas, etcétera”[6], desde luego, cumpliendo en primer lugar los términos claros de la ley.

 

     La idoneidad física y psicológica incluye la entereza y la fortaleza para soportar las tensiones que causan decisiones tomadas en cuestiones controversiales. Durante las emergencias —sociales, económicas o institucionales—, la presión sobre los magistrados se acrecienta, porque todo o casi todo se pone en entredicho. Si la crisis afecta al Poder Judicial, en punto a la falta de independencia o idoneidad —sean éstas justificadas o no— los jueces requieren mayor temple para afrontar las reacciones adversas[7].

 

     La idoneidad ética, asume dos formas. En primer término se identifica con la moralidad en la función y en aspectos de la vida privada que puedan afectarla. Tal exigencia deriva del art. 110 de la Constitución Nacional, en tanto esta norma dispone que los jueces conserven sus cargos mientras dure su buena conducta. Si bien constituye una exigencia para los jueces federales, todos los magistrados deberían observarla, sin que ello implique traspasar la zona de reserva de privacidad e intimidad, garantizada por el art. 19 de la Constitución Nacional.

 

     Por fin, la idoneidad gerencial requiere condiciones de liderazgo —ejem­pla­ri­dad y armonización de una tarea compleja— en tanto el juez es jefe, cabeza del des­pacho. Si bien la reforma constitucional de 1994 liberó al Poder Judicial de funciones administrativas y reglamentarias según lo dispuso el art. 114 de la Cons­titución Nacional —aún en debate el alcance de las mismas, tal como se explicó en el capítulo concerniente a los cargos derivados de la causa “Dra­go­netti de Román”[8]— los jueces necesitan ordenar adecuadamente el trabajo en el juzgado que, además, cuando resulta eficaz se traduce en autoridad interna. Esta idoneidad tiene peculiaridades propias en un ministro de la Corte Suprema, en especial en quien asuma la presidencia del Tribunal. Ello así, pues el tra­bajo de la Corte requiere deliberación —examen conjunto de los problemas que afectan al Tribunal, de las controversias sobre las que conoce y de las rela­ciones con los otros poderes— y armonización de posturas cuando ello es po­sible —y debiera ser posible la mayoría de las veces—, a fin de dotar de reglas claras a las sentencias y acordadas que emita.

 

     No obstante, ya lo indicamos más arriba, ni las cualidades personales de los ma­gistrados ni las capacidades gerenciales de los jueces alcanzan para que éstos puedan cumplir satisfactoriamente con los requerimientos de sus funciones. Se necesita, además, que el sistema político global les garantice suficiente independencia de los partidos y de los factores de poder. En tal sentido, las previsiones constitucionales acerca de la elección, estabilidad y remoción de los magistrados judiciales proporcionan un sistema de sostén de esas garantías de independencia e idoneidad judicial. Veamos.

 

     El art. 110 de la Constitución Nacional establece la estabilidad de los jueces mientras dure su buena conducta. Aunque el art. 99, inc. 4.º, introducido por la reforma constitucional de 1994 limitó la estabilidad de los jueces federales hasta los setenta y cinco años[9], esa norma fue declarada nula por la Corte Suprema en el caso “Fayt[10]. La decisión del Tribunal fue muy controvertida, sin embargo, hasta el momento de la presentación de esta defensa, fue acatada por cuatro presidentes de la Nación —Fernando de la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner—, ya que ninguno de ellos obró en contrario de la regla de estabilidad absoluta creada por la Corte Suprema en el mencionado caso “Fayt”.

 

     La estabilidad judicial en la República Argentina —según la versión de la Constitución histórica de 1853, se mantiene mientras dure la buena conducta de los magistrados o éstos renuncien, sean removidos o mueran en el cargo; según lo dispuesto en 1994, además de ello, hasta que los jueces cumplan setenta y cinco años y según la regla de “Fayt”, conforme a la primera versión de 1853— implica que un período presidencial pueda transcurrir íntegramente sin que el presidente en cuestión designe un solo integrante de la Corte Suprema.

 

     Sin embargo, esa previsión constitucional de estructura y funcionamiento del Poder Judicial fue soslayada reiteradamente en nuestro país. En primer lugar, por los golpes de Estado, que a partir de 1955 destituyeron también a los miembros de la Corte Suprema. En segundo lugar, porque en ejercicio de atribuciones cons­titucionales, los presidentes electos después de los períodos de facto, con alguna excepción, eligieron a la totalidad de los miembros del Tribunal, por cierto con acuerdo del Senado, pero, debe recordarse ante este H. Senado, ese acuer­do se prestaba, además, en sesión secreta, lejos del escrutinio de la opinión públi­ca[11]. En tercer término, por la experiencia del juicio político efectuado a la Corte Suprema y al Procurador General de la Nación entre los años 1946 y 1947, que concluyó con la destitución de tres jueces y del procurador[12]. Final­mente, por la modificación legal del número de integrantes del Tribunal.

 

     Esa circunstancia histórica se reiteró a partir de los juicios políticos iniciados en 1946 y se transformó en una rutina institucional enmarcada formalmente en la Constitución y las leyes. Por cierto, debemos decirlo ante el H. Senado, la Corte Suprema no fue ajena a su propia crisis, que comenzó en términos de credibilidad en el largo plazo, cuando dictó la Acordada de reconocimiento de un gobierno de facto, en 1930. Esa Acordada fue reiterada, punto por punto y palabra por palabra en 1943, ante la asunción de otro gobierno militar de signo ideo­lógico algo diverso al de 1930.

 

     Así, en esos contextos, de entre los mecanismos constitucionales que el poder político usó para controlar la integración de la Corte Suprema, el juicio público de responsabilidad emerge como un bloqueo de la república democrática, de fu­nes­tas consecuencias para las instituciones, para la Corte, para quienes los propi­ciaron y para los justiciables, además de la notoria injusticia que significó para los destituidos.

 

     Y esta dolorosa realidad parece emerger de nuevo en las palabras del señor diputado José R. Falú, quien se inquieta ante los controles que —según sus dichos— los jueces no quieren recibir:

 

     “…Ellos van a decir —cuando pluralizo me refiero al doctor Boggiano y a su defensa técnica— que estamos controlando las sentencias, expresión que se vulgarizó a través de una nueva concepción que tienen del control por parte del Congreso de la Nación en el sentido de que no se pueden controlar sus fallos

 

     ”[...]

 

     ”... en los últimos quince años construyeron un mecanismo de impunidad...

 

     ”Este era el mecanismo de impunidad… Lo cerraron de un modo casi perfecto, cuan­do tampoco aceptaron ser controlados cronológicamente por el paso del tiempo y por sus edades.

 

     ”Por lo tanto, no podían ser controlados por sus sentencias, es decir por su fun­ción, ni por su vida privada, ni por el paso del tiempo. Eran monarcas que, a través de todos estos artilugios, se habían instaurado en la vida de la República, alterándola”[13].

 

     ¿Puede H. Senado expresarse un programa más acabado y completo que ése para intentar someter al Poder Judicial en general y a la Corte Suprema en especial a las mayorías circunstanciales que ocupen la Cámara de Diputados en un pe­ríodo determinado? Esta defensa rechaza pensar que, en realidad, las manifestaciones transcriptas esconden el deseo de controlar a los jueces del modo que resulte más a la mano, según las circunstancias, por sus sentencias, por su vida privada o por su edad.

 

     No estamos aquí para defender monarquías de ningún tipo. Al contrario, entendemos con la Constitución que sí se puede juzgar a un magistrado por el contenido de sus sentencias, si mediante éstas se cometen delitos o los fallos denotan un patrón de conducta de desconocimiento del derecho aplicable. Sí puede examinarse la vida privada de un juez si ella afecta de modo directo a la magistratura, poniendo de manifiesto mala conducta. En cuanto a la edad de los jueces, debemos señalar, como dijimos más arriba, que cuatro presidentes constitucio­nales —incluido el actual— han respetado la sentencia recaída en el caso “Fayt”, a la que sin nombrarla alude el señor diputado y, ello, más allá de la opinión crítica que la comunidad jurídica tenga acerca de esa decisión[14].

 

§  2.  Inconstitucionalidad e improcedencia

          de la suspensión del juez Boggiano

 

     I. Inconstitucionalidad de la suspensión.

          La doctrina de la Corte de conjueces y su alcance

 

     Según el proyecto de resolución de la Comisión de Juicio Político aprobado por la Cámara de Diputados de la Nación, la comisión acusadora designada por la Cámara “de(bía) gestionar ante el Honorable Senado la suspensión inme­dia­ta del acusado, mientras se sustancia el juicio político”[15].

 

     Con tal mandato, los señores diputados José R. Falú y Hernán N. L. Damiani se apersonaron ante el H. Senado a fin de presentar la acusación política contra el juez Boggiano, invocando una representación menguada por la ausencia de la señora diputada Nilda Garré —según dijo el primero— “por inconvenientes de índole personal”, que no precisó de modo alguno y sin brindar la mínima ex­plicación acerca de si tal defecto en la representación se subsanaría en el futu­ro. La defensa se refirió en el inicio de este escrito al defecto de repre­sen­tación que exhibió la “Comisión Acusadora” en esa ocasión, y a ello nos remitimos[16].

 

     Leída que fue la acusación por Secretaría, la presidencia ejercida por el señor presidente provisional del Senado, Marcelo Alejandro Horacio Guinle, concedió la palabra a los dos señores diputados miembros de la Comisión Acusadora. El señor diputado Falú efectuó consideraciones generales sobre aspectos del infor­me acusatorio a las que hemos respondido a lo largo de este escrito; reiteró las refe­rencias inexactas al contrato origen del caso “Meller”, describiéndolo —en sus propias palabras— como un “convenio de impresión de una guía telefo­ni­ca —tinta y papel, además de la distribución—”; así lo hizo, suponemos, con la finalidad de cau­sar impacto en los senadores y en la opinión pública, y quiso adelantar los argu­mentos que esta defensa emplearía.

 

     A su turno, el señor diputado Hernán N. L. Damiani, en su brevísima inter­ven­ción —“para no alargar esta etapa”, según manifestó— solicitó al H. Sena­do:

 

… en nombre de la representación que ejercemos, es decir, de la Cámara de Dipu­ta­dos de la Nación, se suspenda inmediatamente en su cargo y en sus retribuciones al ministro Antonio Boggiano para la etapa procesal oportuna: es decir, inmediatamente después de ser oído[17].

 

     Y eso fue todo, H. Senado. Una medida de tal magnitud y gravedad que afecta derechos personales del juez Boggiano; altera una vez más la integración de la Corte y provoca hacia adentro de ella nuevas tensiones y que despertará sin dudas suspicacias en la opinión pública, fue solicitada sin la más mínima justificación. La Cámara de Diputados y su vocero parecen estar convencidos del mal desempeño del juez Boggiano y, entonces, piden una sanción anticipada que ni siquiera aplicó el Senado de la Nación a los magistrados sometidos a enjuiciamiento político entre los años 1946 y 1947.

 

     No, H. Senado, no nos han explicado, ni la Cámara de Diputados, ni la Comisión Acusadora, ni el señor diputado Damiani cuál es el grave daño que produciría la permanencia del juez Boggiano al frente de su vocalía ni de qué manera afectarían a las instituciones las decisiones que éste tomara resolviendo conflictos y dictando sentencias. Debían esa explicación a los derechos intangibles del juez. Se lo debían al pueblo de la Nación, al que quien dicen representar con hidalguía. Lo debían, en fin, como un homenaje y servicio al alto principio de la representatividad democrática, que exige hacerse cargoresponder— de lo que se hace, dice y solicita institucionalmente.

 

     Sin embargo, no hemos leído ni oído ningún fundamento que sostenga la solicitud en la que “el connatural efecto cautelar de la suspensión, en la medida en que implica un adelanto de jurisdicción según la clásica expresión utilizada en la materia, priva al magistrado de su inamovilidad funcional y de su intan­gi­­bilidad salarial, bastando con que tal agravio se ocasione durante un solo día o sobre una porción mínima de su sueldo para interesar a las normas constitu­cionales[18].

 

     Según lo sostiene esta defensa, desde una interpretación armónica de los textos constitucionales referidos al juicio público de responsabilidad de los funciona­rios sometidos a ese control, la suspensión cautelar de los ministros de la Corte Suprema eventualmente enjuiciados, resulta claramente inconstitucional.

 

     La más ajustada hermenéutica de los arts. 114 y 115 de la Constitución Nacio­nal en su relación con los arts. 53, 59 y 60 de la ley Suprema no dejan margen para la duda.

 

     Las dos disposiciones indicadas en primer término introdujeron una importante modificación en el proceso de remoción de magistrados inferiores a la Corte Suprema, habilitando al Consejo de la Magistratura para suspender a los jueces inferiores[19]. De su lado, el art. 115 también se refiere a la suspensión de los magistrados inferiores pero no para habilitar al Jurado de Enjuiciamiento a disponerla, sino para mandarle reponer en sus funciones al juez suspendido en caso de que corresponda archivar las actuaciones. Dicho de otra manera, después de 1994 solamente el Consejo de la Magistratura puede suspender a los magistrados inferiores sometidos al proceso de remoción.

 

     En efecto, ninguna de las disposiciones referidas al enjuiciamiento político del presidente, vicepresidente, jefe de gabinete de ministros, ministros y magistrados de la Corte Suprema de Justicia de la Nación indican la procedencia de la suspensión. Dado que con anterioridad a 1994 los jueces federales de las instancias inferiores también eran acusados por la Cámara de Diputados y juzgados por el tri­bunal del Senado, también respecto de ellos se planteaba la cuestión de la pro­cedencia o improcedencia de la suspensión. En algunos casos, el Senado había dispuesto la controvertida suspensión[20].

 

     Esta defensa no ignora que el Reglamento del Honorable Senado constituido en tribunal para el caso de juicio político habilita a la Cámara para disponer la suspensión preventiva del enjuiciado (art. 4.º, Reglamento HSJP), luego de que se presente la defensa por escrito y su ampliación oral —que desde ya solicitamos para ampliar nuestros fundamentos, tal como lo hizo a su turno la (incompleta) Comisión Acusadora el 20/4/2005—.

 

     También tenemos presente que la mayoría de la Corte Suprema integrada por conjueces —en el caso “Moliné O’Connor”— sostuvo la constitucionalidad del art. 4º del Reglamento HSJP, en tanto esta norma autoriza la suspensión referida[21].

 

     Sin embargo, aunque en el caso citado se logró la mayoría absoluta y estricta de cinco jueces para convalidar la constitucionalidad de la suspensión en el caso del ex-juez Moliné O’Connor, debemos señalar que no existió en el mentado pre­cedente, mayoría legal acerca del alcance y límites de tal atribución reco­no­cida al Senado. En otras palabras, del referido precedente no surge una regla en virtud de la cual la facultad del Senado para suspender a los someti­dos a juicio político pueda aplicarse en cualquier caso y, menos, sin justifica­ción razonable.

 

     En efecto, el voto que encabezó la sentencia fue suscripto sólo por dos jueces. Éstos consideraron que la constitucionalidad de la suspensión derivaba de las atribuciones de las Cámaras del Congreso para dictar su reglamento interno (art. 66 de la Constitución Nacional) y que la Constitución, si bien no autoriza expresamente la suspensión, tampoco la prohíbe. Para este voto, si los constituyentes hubieran querido prohibir las suspensiones preventivas de los enjuiciados, debieron establecerlo expresamente ya que antes de la reforma constitucional de 1994 y sin autorización expresa, el Senado las dispuso en varios casos[22]. En prin­cipio, sobre estos fundamentos, cabe recordar que el derecho a hacer todo lo que no está prohibido —art. 19 de la Ley Suprema— constituye una garantía de las personas, no una competencia del poder. La interpretación contraria supone una distorsión de los fundamentos del Estado de Derecho, en tanto en éste las atri­buciones y las competencias de los órganos de poder son la excepción y no la regla. Así como el sistema federal parte del principio de que todo lo que no está delegado en el gobierno federal está reservado por las provincias para su pro­pio gobierno, los fundamentos del liberalismo personalista y de los derechos humanos que confluyen en nuestra Constitución consagran el principio de limi­ta­ción del poder, en virtud del cual lo que no se ha otorgado a las autoridades constituidas está reservado por el pueblo de la Nación.

 

     Pero lo que resulta más relevante para medir el alcance de la doctrina “Moli­né O’Connor” y su inaplicabilidad al juez Boggiano, es la concurrencia de los con­­jueces Leal de Ibarra y Morales, quienes coincidieron en el caso concreto pero no en el alcance de la atribución implícita que reconocieron al Senado. En efecto, estos magistrados consideraron constitucional la suspensión preventiva de todos los funcionarios sujetos a juicio político enunciados en el art. 53 de la Constitución Nacional —esto es, del presidente, del vicepresidente, del jefe de gabinete de ministros, de los ministros y de los miembros de la Corte Suprema— pero la sujetaron al cumplimiento de dos condiciones, a saber:

 

     a)    que “…esa medida (de suspensión del enjuiciado) no se prolongue indefinidamente”; y

 

     b)    que se pre­sente una situación grave, por ejemplo, que las personas sometidas a enjui­ciamiento hayan perdido la aptitud para dirigirse a sí mismas o ellas preten­dan evitar su destitución mediante acuerdos espurios logrados merced a la continuidad plena en el ejercicio de sus funciones[23].

 

     Ahora bien, si no existe mayoría legal en la Corte Suprema para admitir la dis­crecionalidad absoluta del Senado para suspender a los enjuiciados, la Comisión Acu­sadora, como mínimo, debió invocar y desde luego justificar motivos preci­sos y razonables para solicitar la suspensión del juez Boggiano.

 

     Los alcances limitados de la regla establecida por la Corte Suprema en “Moli­” hacen recordar una vez más cuán necesario resulta tener presente cómo se conformó la sentencia de un tribunal colegiado —sus mayorías, en caso de que las hubiere, y sus minorías, ya en la decisión ya en los fundamentos— y los efectos del fallo en el caso concreto y en casos futuros. Tal como debió hacer y evaluar rigurosamente —y no hizo ni examinó— la acusación, al elaborar los car­gos en el caso “Meller”. Tal como la doctrina y la jurisprudencia de nuestro país advirtió en el caso “Bustos” sobre pesificación de depósitos bancarios[24].

 

   II. Análisis sistémico de la suspensión de un ministro de la Corte Suprema

          en una república democrática. La irrazonabilidad sobreviniente

 

     Aunque con el mayor respeto por el criterio del Senado acerca de la facultad para suspender a los sometidos a proceso político que la H. Cámara se arrogó, man­tenemos que esa supuesta atribución resulta inconstitucional por inter­pre­tación armónica de los arts. 53, 59, 60 114 y 115 de la Ley Suprema.

 

     Pero, si por vía de hipótesis admitiéramos que en algunos casos singulares y muy graves que pusieran en peligro a la república y sus instituciones en lo inmediato, el Senado no sólo estaría atribuido para disponer la cuestionada me­di­da sino obligado a tomarla, un análisis sistémico —y situado en la particular cir­­cunstancia argentina— del juicio político y la suspensión preventiva de un mi­­nis­tro de la Corte Suprema sometido a aquel proceso, nos llevaría a la con­clu­sión que en el caso del juez Boggiano la suspensión resulta inicua e irra­zonable.

 

     Desde la perspectiva sistémica, “la sociedad y el Estado son, cada uno, sub­sis­temas de un sistema global formado por ambos. Ello equivale a decir que cada sub­sistema está integrado por partes (por ejemplo, el parlamento, la presidencia o el órgano judicial, configuran en conjunto, el subsistema político) que se influ­yen recíprocamente entre sí. Lo que ocurre en una de ellas inevitablemente va a ejercer influencia sobre el resto”[25].

 

     Si a este punto de partida le agregamos la interpretación armónica, situada y dinámica de la Constitución, tal como lo propusimos en la primera parte de este escrito de defensa[26], en el examen de la procedencia de la suspensión preventiva debe evaluarse:

 

     a)    las defensas de fondo presentadas por nuestra parte, las que de ser con­sideradas siquiera en una mínima medida, demostrarían la iniquidad de la sus­pen­sión y, desde luego, de la eventual destitución;

 

     b)    las calidades jurídicas del juez Boggiano y su desempeño en la Corte Su­prema —a las que somera­men­te nos referiremos en el punto siguiente—;

 

     c)    el efecto que esa suspensión pro­ducirá hacia el interior de la Corte Su­pre­ma, alterando su composición y sus­tra­yendo del debate y la decisión en el Cuer­po a un juez de sólidos criterios jurí­di­cos, que mantiene y desarrolla con alta cali­dad —sólo a título de ejemplo, debe repa­rarse en sus aportes en materia de dere­cho internacional y derechos hu­ma­nos—[27];

 

     d) las consecuencias que —se lo quiera o no— aparejará la suspensión en términos de credibilidad del tribunal, afectada en su composición por el poder polí­tico.

 

     Bajo esas consideraciones, afirmamos que la suspensión prevista en el Re­gla­men­to Especial del Senado padece de una inconstitucionalidad sobre­viniente, por las circunstancias históricas en la que se la propicia. Si hasta el voto que en­ca­bezó la decisión en el caso “Moliné O’Connor al admitir la constitu­cio­na­lidad de la suspensión sostuvo que ésta “debe ser ejercida con prudencia y razo­­nabilidad”[28].

 

     Así es, H. Senado, suspender a un juez antes de su destitución constituye siem­pre una medida extrema y grave. Suspender a un juez de la Corte Suprema implica alterar la composición del Tribunal que examina la constitucionalidad de las leyes y, por esa vía, controla al Poder. Suspender al juez Boggiano resulta un agra­vio injustificado a su persona y a su trayectoria y a la constitucionalidad y legalidad de las sentencias que firmó y cuestiona la acusación. Sobre todo, de prosperar la suspensión, el juicio ante el tribunal del Senado se iniciaría con una medida arbitraria e irrazonable. Para el caso de que ello, eventualmente, sucediera, dejamos planteada la cuestión federal para ocurrir ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, por violación de los arts. 18, 19, 28 53, 59 y 60 de la Constitución Nacional.

 

§  3.  El perfil del magistrado enjuiciado.

          Entre la percepción ficcional de su persona y sus aportes

          doctrinales en quince años de jurisprudencia del Tribunal

 

     Esta defensa considera, convencida, haber demostrado la improcedencia cons­­­titucional de juzgar a los magistrados por la interpretación del derecho y la apli­cación de las normas que ellos hacen en las sentencias o en los votos que la constituyen; que la acusación formulada contra el juez Boggiano es nula en su alcance total —a más de las nulidades parciales que se han articulado—; y que los cargos presentados por la acusación son formal y materialmente incon­sis­tentes, porque el juez juzgó bien y legalmente, en cada una de las causas cues­tionadas en este proceso. En consecuencia de ello, nada más hubiera sido me­nes­ter argumentar. También esta defensa entiende que si el juez Boggiano hu­bie­ra dado motivo a la destitución por el dictado de una sola sentencia o voto, alegándose y probándose por la acusación hechos delictivos o conductas ilíci­tas, de nada valdría mostrar ante este H. Senado la hoja de vida del juez.

 

     Pero la acusación, en un insólito desborde del reproche que no integra el informe acusatorio, ha dicho —incluyendo al acusado en tan temeraria afirmación—:

 

“... que en los últimos quince años construyeron un teorema de impunidad, que se resu­me de un modo muy simple. Lograron insertar dentro de un esquema —en un corsi e ricorsi que en los últimos años hizo cierta dirigencia con determinados jueces—un intercambio de impunidad:

 

     ”«Nosotros, jueces, avalamos inconductas de dirigentes políticos o favorecemos y transferimos indebidamente privilegio(s) a empresas particulares —caso Meller— y ustedes, dirigentes políticos, me aseguran estabilidad en mi cargo»[29].

 

     Esta afirmación —en lo que concierne al juez Boggiano, por quien esta defensa está abogando— es general, indeterminada, insultante, y una expresión más de lo que con acierto Derrida calificó de “hechura ficcional”. Decía el prestigioso pensador francés que “por más singular, irreductible, testaruda, dolorosa o trágica que sea la «realidad» a la cual se refiere la actualidad, ésta nos llega a través de una hechura ficcional[30]. Esa apariencia de realidad que tienen las afirmaciones que hemos transcripto no merecería mayor respuesta, pues desde el punto de vista del derecho —no de los “pruritos doctrinarios”— resulta imposible sostenerlas[31].

 

     Pero manifestaciones de ese tenor se comunican a la opinión pública, se trasmiten a los medios de prensa y pueden cristalizar en “lugares comunes” difí­ciles de rebatir, en especial por el grado de vaguedad que contienen. El fenó­me­no existe en otras latitudes, por eso puede aplicársele la observación que formu­lara Sontag: “… al cabo de más de treinta años la socavación de los están­da­res de seriedad es casi completa, con la ascendencia de una cultura cuyos valores más tangibles, más persuasivos se sacan de las industrias del espec­táculo”[32]. Ese fenómeno, no obstante, puede ser neutralizado mediante la acción de la prensa libre e independiente, capaz de revisar las que se presentan como evidencias, corregir los propios errores, indagar y diferenciar conductas y per­sonas. Esa es su función en una sociedad democrática y abierta. Aquella he­chu­ra ficcional puede disolverse, también, asumiendo la obligación moral de com­parecer y de responder ante este H. Tribunal del Senado de la Nación.

 

     Y ante este Tribunal queremos despejar el velo que quizás haya cubierto para la ciudadanía la extraordinaria actuación del juez Boggiano en estos quince años en los que ha integrado la Corte Suprema. Esta defensa se resiste a aceptar que el juicio político encubra algún malestar político o ideológico por las convic­ciones personales del juez Boggiano. En ese caso, también se estaría afectando al colectivo de personas que las comparten y coinciden con su ideario.

 

     En consecuencia y partiendo de que las instituciones pueden enmendar los errores que los circunstanciales ocupantes de los cargos de la representación polít­ica pudieran cometer, queremos referirnos someramente a las calidades jurí­di­cas, académicas y personales del juez Boggiano a fin de que el H. Senado pue­da medir el tamaño de la injusticia no ya de la eventual remoción que descar­tamos, sino de la iniciación de este proceso.

 

     Pero, ¿cómo mostrar ante este Tribunal una trayectoria tan extensa y presti­giosa como la del juez Boggiano? ¿De qué manera sintetizar los títulos universi­tarios obtenidos; los libros y artículos publicados; las recensiones efectuadas por calificados juristas argentinos y extranjeros de su obra escrita; la docencia universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en la Pontificia Universidad Católica Argentina, en la Universidad del Salvador, y en muy prestigiosas y antiguas instituciones universitarias del mundo en calidad de Profesor Invitado por la Academia de Derecho Internacional de La Haya, por la Universidad de Ginebra, por el Europa Institut de la Universidad de Sarre, Repú­blica Federal de Alemania, por el Institut Suisse de droit comparé, Lausanne, Suiza, por la Universidad de Navarra, España, por la Harvard Law School, por la Universidad Autónoma de Madrid y por la Universidad Complutense de Madrid, por la University of Illinois Collage Law; por la Universidad de Friburgo, Suiza, por la Universidad de Nápoles, por la Universidad de Coimbra, por la Univer­sidad de Uppsala, por la Universidad de “La Sapienza”, Roma, por las univer­sidades de Parma, Pavía, Florencia, Bologna, por la Universidad Luis de Roma, por la Universidad Tor Vergara, Roma, por la Universidad de Salzburgo, por el Max-Plank Institut (Hamburgo) y por el Swiss Institute of Comparative Law (Dorigny, Lausana); las distinciones conferidas en nuestro país y en el exterior; las numerosísimas representaciones ante Organizaciones Internacionales, de la que queremos destacar su reelección para el período 1999-2005, en calidad de miem­bro del Governing Council, del Instituto para la Unificación del Derecho Privado (UNIDROIT); en fin, la membresía en instituciones de reputación inter­na­cional?

 

     Pero estos antecedentes que lucen en el curriculum vitae del juez Boggiano —acompañado con este escrito— palidecen ante la calidad e importancia de la contribución realizada en el desarrollo de la Jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en especial en materia de Derecho Internacional Público y Privado.

 

     Ya lo advirtió en nuestro país quien fuera otro notable juez de la Corte Su­prema, Julio Oyhanarte, al comentar la obra del juez Boggiano: Intro­duc­ción al Derecho Internacional. Relaciones exteriores de los Ordena­mien­tos Jurídicos (Buenos Aires, 1995). Tal como lo expresara Oyhanarte, el céle­bre precedente del Tribunal en “Ekmekdjian c/ Sofovich” (1992)[33] trazó la sen­da por la que discurrieron los Convencionales Constituyentes en 1994 en ma­teria de fuentes y jerarquía de los tratados de derechos humanos; y dio origen al hoy art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional. Pues bien, lo reconoce y pu­blica Julio Oyhanarte, el voto de la mayoría en esa sentencia y los fallos que de ella deri­varon fueron pensados y escritos en lo atinente al derecho inter­na­cional por el juez Boggiano[34].

 

     Tal como es ampliamente conocido, “Ekmekdjian c/ Sofovich” constituyó un hito en materia de jerarquía de los tratados dentro del ordenamiento jurídico argen­tino. Rogamos al H. Senado que repare en la doctrina del precedente cita­do, en materia de derecho internacional; ello dará la medida de la importancia de la sentencia y cuán pionera resultó en el desarrollo posterior de la cuestión.

 

     En aquel fallo se estableció que:

 

     a)    un tratado internacional puede violarse tanto por el establecimiento de nor­mas que prescriban conductas manifiestamente con­trarias a sus disposiciones cuanto por la omisión de establecer disposiciones que hagan posible su cum­pli­miento;

 

     b)    un tratado constitucionalmente cele­bra­do, es orgánicamente federal;

 

     c)    la Convención de Viena sobre derecho de los trata­dos, confiere primacía al derecho internacional convencional sobre el dere­cho interno; y

 

     d)    esta convención ha alterado el ordenamiento jurídico argentino en orden a establecer la primacía del tratado sobre la ley[35].

 

     Pero ese fue sólo el comienzo. Concretada la reforma constitucional de 1994, el art. 75, inc. 22, CN, siguiendo la doctrina del precedente que hemos citado, declaró la primacía de todos los tratados por sobre la ley y la jerarquía constitucional de los tratados de derechos humanos allí declarados y que se declarasen en el futu­ro. Esta segunda parte de la disposición constitucional debió ser interpretada en sus alcances y, además, en los alcances en el orden interno de la jurisprudencia inter­nacional referida a aquellos tratados. Los términos en que había sido redac­tado el art. 75, inc. 22, CN, dieron pie a variadas interpretaciones que sostenían desde la posibilidad de declarar inconstitucional un tratado de derechos humanos, has­ta afirmar que éstos constituían fuente secundaria en el ordenamiento interno.

 

     Nuevamente se debió al juez Boggiano una interpretación exitosa que logró armonizar las fuentes jurídicas internas e internacionales, al considerar que el convencional constituyente de 1994 había efectuado el juicio de comprobación de la compatibilidad de los tratados de derechos humanos con la Constitución Nacional, que aquellos habían comprobado —al momento de otorgarles jerarquía constitucional— que esos tratados no derogaban cláusula alguna de la Ley Su­pre­ma. En esa línea pueden citarse los precedentes “Monges” (Fallos: 319: 3148), “Petric”, (Fallos: 321: 885), “Rozemblum” (Fallos: 321: 2314, disidencia del juez Boggiano), “S. V” (Fallos: 324:975), “Alianza Frente para la Unidad” (Fa­llos: 324:3142, voto del juez Boggiano), entre otros muchos.

 

     El desarrollo y las contribuciones personales del juez Boggiano en materia de tra­tados, sistema de fuentes y jerarquía constitucional de las convenciones de derechos humanos han continuado hasta estos días, con nuevos aportes signi­fi­cativos. Pero, por delicadeza, nos abstendremos de invocar y referirnos a sen­tencias dictadas después de octubre de 2004 aunque es posible advertir en ellas que el juez Boggiano mantuvo la consistencia de su interpretación, la desplegó y amplió, siempre en la misma línea de la primacía del derecho internacional, en especial de los tratados de derechos humanos, votando en concurrencia con las mayorías, o en soledad, manteniendo sus opiniones doctrinales.

 

     Finalmente, y siempre acerca de la problemática del derecho internacional en su relación con el derecho interno, queremos referirnos al problema de la supre­macía de la Corte frente a los fallos emanados de la Corte Interamericana de De­re­chos Humanos, cuando esas sentencias condenan al Estado argentino y tienen efectos sobre terceros que no han sido parte en el juicio. Sobre el punto consi­deramos relevante el voto del juez Boggiano en la “Resolución 1404/03”, dic­ta­da a propósito del fallo de la Corte Interamericana en el caso “Cantos”. Reite­ramos que esta decisión es anterior a octubre de 2004.

 

     En “Cantos”, la Corte Interamericana había condenado al Estado argentino por violación a los derechos reconocidos en la Convención y esa violación emer­gía de lo resuelto en una sentencia definitiva emanada de la Corte Suprema en la que se había ordenado el pago de una suma muy alta en concepto de ho­no­rarios y tasa judicial al denunciante ante la jurisdicción internacional[36]. Des­pués de emitido el fallo por la Corte Interamericana se plantearon en el orden inter­no una serie de problemas referidos al modo en que ese fallo debía cumplirse para satisfacer la responsabilidad internacional en el orden interno y al órgano esta­tal vinculado por el fallo de la Corte Interamericana y obligado al cumpli­miento. El Procurador del Tesoro se presentó ante la Corte Suprema y le solicitó a ésta que instrumentara el cumplimiento de la sentencia de la Corte Interame­ricana[37].

 

     La condena a la República Argentina en la instancia internacional imponía al Estado:

 

     a)    abstenerse de cobrar a Cantos la tasa de justicia y la multa por falta de ese pago;

 

     b)    fijar en un monto razonable los honorarios devengados en la causa tramitada en el orden interno;

 

     c)    asumir el pago de los honorarios y costas corres­pondientes a los peritos y abogados del Estado y de la Provincia de Santia­go del Estero (ésta parte en el conflicto con Cantos);

 

     d)    levantar los embargos e inhibiciones que pesaban sobre el denunciante, por el no pago de la tasa de justicia y por los honorarios regulados.

 

     La Corte Suprema, por mayoría y dos votos en concurrencia, desestimó la pre­sentación del Procurador del Tesoro[38]. En cambio, la disidencia parcial del juez Boggiano encontró una manera de cumplir la obligación de la Corte Suprema de aplicar los tratados de derechos humanos en la medida de su jurisdicción, sin vio­lar los derechos de los terceros afectados por la decisión de la Corte Intera­mericana. En esa línea interpretativa —dividiendo el decisorio— dispuso dar traslado a los terceros afectados, para no vulnerar los derechos de éstos bajo la Convención, pero mandó cumplir al Estado el resto de lo peticionado[39]. Como se advierte, otra manera exitosa de mantener la responsabilidad internacional del Estado Argentino por violación de derechos humanos sin, por ello, desatender los derechos bajo el Pacto, de terceros ajenos al fallo de jurisdicción interna­cio­nal.

 

     Las materias en las que el juez Boggiano marcó rumbos como miembro de la Corte Suprema son muchas y variadas. Por ejemplo, en materia de habeas data, quizás sea uno de los que con más amplitud haya reconocido los alcances de esta garantía[40]. Para concluir, nos referiremos a una disidencia parcial del juez Bog­giano de sustantiva importancia institucional en la que efectuó un estricto con­trol del proceso preconstituyente, preservando las reglas del debate del deba­te democrático y reconociendo parte del agravio y de la legitimidad de los actores. Nos estamos refiriendo al caso “Polino”[41].

 

     Héctor T. Polino y Alfredo P. Bravo, ambos diputados nacionales por la Capital Federal, elegidos por la lista del Partido Socialista Democrático-Unidad Socialista, promovieron, el 3/1/1994, acción de amparo a fin de obte­ner la nuli­dad e invalidez del proceso preconstituyente —que culminó con la sanción de la ley 24.309 declarando necesaria la reforma parcial de la Cons­ti­tución argen­tina— y del decreto de promulgación que, además, había fijado la fecha del 10 de abril de 1994 para que en ella se celebrase la elección de convencionales cons­tituyentes. Solicitaron, también, prohibición de innovar a fin de que el Po­der Ejecutivo se abstuviera de realizar las acciones subsi­guien­tes, destinadas a llevar a cabo las mencionadas elecciones.

 

     Los amparistas invocaron su calidad de ciudadanos y representantes del pueblo. En la primera de aquellas condiciones, alegaron agravios a sus derechos políticos y, por el segundo carácter, a sus derechos de formular en la Cámara los planteos pertinentes, que el trámite irregular de aprobación de la ley 24.309 les impedía presentar. Sostuvieron el incumplimiento del proceso de sanción de leyes, previsto en la Constitución Nacional y utilizado por el Congreso para emi­tir la declaración de la necesidad de reforma constitucional, solicitaron la revi­sión del proceso de formación de esa voluntad reformadora y argumentaron en punto al contenido inconstitucional de aquella voluntad, en tanto exigía un modo de votar el núcleo de coincidencias básicas que violaría atribuciones de los convencionales constituyentes.

 

     El tribunal rechazó el amparo por falta de legitimación y agravio de los accio­nantes. Por el contrario, según lo entendió el juez Boggiano, en el caso se halla­ba comprometido el derecho de los diputados para concurrir con su voto a la for­mación de las mayorías requeridas, y, en consecuencia, declaró la incons­titucionalidad de uno de los artículos de la ley declarativa de la necesidad de reforma constitucional. Con esa disidencia parcial el juez ejerció control sobre el poder constituyente, hasta la medida necesaria para preservar los dere­chos de los diputados —a quienes reconoció legitimación activa, pero no ava­salló los derechos de los legisladores a iniciar el proceso de reforma consti­tu­cional.

 

     Esta apretada e incompleta síntesis pretende, H. Senado, llamar la atención sobre una trayectoria jurídica de trascendencia, injustamente soslayada. Pero no ha pretendido suplir la contestación a todos y cada uno de los cargos y ni a la defen­sa puntual de las decisiones del juez Boggiano que la acusación ha con­tro­vertido.

 

§  4.  Las consecuencias institucionales de este juicio político

          en la inconclusa transición judicial

 

     En la década de 1980 se reflexionaba en la República Argentina acerca del alcance de una expresión —la transición democrática— que refería al período inmediatamente posterior a los sistemas dictatoriales o autoritarios que ensayaban la construcción de un estado democrático. La exitosa experiencia de España constituía un modelo a examinar y quizás a imitar por el grado de consenso alcanzado en aquel país, después de concluida la dictadura, aunque la estructura constitucional argentina difiriese en algunas notas esenciales de la española.

 

     La transición se entendía como un período complejo en el que coexistían las formas democráticas plasmadas en las normas que se dictaban con prácticas que no ajustaban en todo a la nueva realidad política y jurídica, por el mismo hecho de la iniciación de una etapa fundacional. A más de ello, alguno de los actores relevantes del proceso de transición a la democracia en España, habían participado, con diferente grado de responsabilidad, en el sistema anterior. No obstante esas dificultades, los españoles acordaron sancionar una constitución con la participación de todos los sectores. Esa circunstancia alentaba la esperanza de que si un país con tal historia había podido construir un sistema democrático, otros con una carga de desavenencias menor, también podrían lograrlo.

 

     Sin embargo, cuando, en 1983, la República Argentina recuperó la democra­cia alterada por sucesivos golpes de estado desde 1930, se hicieron visibles las difi­cultades del sistema para ajustar el funcionamiento de las instituciones al dise­ño de la Constitución. En otras palabras, no se trataba sólo de retornar a las rutinas electorales a fin de que los ciudadanos pudiesen elegir a sus gober­nan­tes, sino de consolidar una institucionalidad que —después se vería— resultaba muy frágil.

 

     En un sistema republicano como el nuestro, la separación de poderes es de su esencia, a fin de evitar los abusos que la concentración de la decisión política sue­le generar. Esa división entre poderes implica, también, la existencia de una serie de controles mutuos a fin de reforzar las garantías de la libertad de los habitan­tes del país frente a aquellos posibles excesos.

 

     La Corte Suprema —un poder no electivo cuyos integrantes permanecen en sus cargos mientras dure su buena conducta— tiene un poder potencial muy gran­de en la atribución para examinar la constitucionalidad de las norma y, por esa vía, impedir la aplicación de eventuales políticas públicas en casos concretos. La atribución es susceptible de generar tensiones y conflictos graves con los po­deres políticos, si la Corte no respeta sus propios límites en el ejercicio del control de constitucionalidad —y en cambio intenta imponer su propia agenda pú­blica— o si el Congreso o el presidente desafían ese control, se oponen a él, lo deso­bedecen o intentan desintegrar el Tribunal.

 

     Quizás por ello, o por la recurrencia de los golpes de estado en el pasado argen­tino, la Corte Suprema no ha concluido aún, después de más de dos décadas de restauración constitucional, lo que podríamos llamar la transición judicial.

 

     Aunque los jueces de la Corte Suprema son inamovibles por disposición cons­­­titucional, esa característica de la judicatura se ha incumplido reiterada­men­te en la Argentina, a partir de 1947, en que fueron destituidos tres de los en­ton­ces cinco integrantes del Tribunal. Desde entonces, el país ha tenido varias Cor­tes fun­da­cionales, no ha logrado estabilizar su integración, ni concretar la ex­pe­riencia posible de un Poder Ejecutivo que transcurra todo el mandato pre­si­den­cial sin designar ningún integrante de la Corte Suprema[42]. Desde 1947, en que fueron re­mo­vidos por juicio político tres miembros de la Corte Suprema y al Pro­cu­rador General, la estabilidad de la Corte Suprema se ha debilitado sen­si­ble­men­te. Así como en 1947 el presidente Perón pudo configurar la mayoría del Tri­bu­nal, los gobier­nos militares y los civiles que se sucedieron pudieron hacer lo pro­pio, ade­­más de la modificación por Ley del Congreso del número de inte­grantes de la Cor­te, que promovieron y obtuvieron dos presidentes consti­tu­cio­nales, Arturo Fron­dizi y Carlos S. Menem.

 

     En consecuencia, la alteración de la estabilidad de la Corte Suprema —total o parcial— ha constituido, en los hechos, una política de estado que unos y otros, a su turno, han impulsado decididamente, con funestas consecuencias para la cre­dibilidad social del Tribunal. Aunque, debe decirse, las presiones sobre la Corte Suprema —la pretensión de influir y hasta determinar el sentido de sus senten­cias— no se originaron sólo en la acción de los poderes políticos.

 

     Pese a ello, la importancia y la necesidad de un Poder Judicial idóneo e independiente no parece estar en discusión en la República Argentina. Sin embargo, la restauración democrática no ha logrado estabilizar la integración de la Corte Suprema pues se ha recurrido a la ampliación del número de sus miembros, forzado renuncias o propiciado el juicio político de todos o de algunos de sus integrantes.

 

     La consolidación de la democracia argentina —entendida primariamente como un conjunto de rutinas electorales libres y sin proscripciones para la conformación de los poderes políticos— resulta un hecho comprobable a partir del año 1983 pese a la extrema fragilidad institucional que evidenció el país en algunos tramos de ese período[43]. Sin embargo puede anotarse como otra deuda pendiente de la democracia, la inconclusa transición judicial que dé paso a la estabilidad en la integración de la Corte Suprema y asegure por ese camino la máxima independencia de los jueces que la conforman. Desde luego, independencia no significa no hostilidad ni oposición a los poderes políticos.

 

     Venimos de esa historia y hemos llegado al punto en que el presidente en ejer­cicio ha nominado —mediante un sistema más participativo y exigente en cuan­to a las calidades personales de los propuestos— a cuatro ministros. Además, debe decirse, el Presidente ha elegido dos veces a quienes propuso al Senado: cuando los eligió, y cuando, oídas las impugnaciones, las desestimó. Por su parte, el Senado aprobó todas las designaciones enviadas y ahora se apresta a examinar los cargos contra el juez Boggiano.

 

     Ya lo hemos dicho en muchas ocasiones a lo largo de este escrito: hemos respon­dido los cargos y consideramos que todos deben ser rechazados, porque el juez Boggiano no ha incurrido en causal “mal desempeño”. Esa es la razón sus­tantiva por la que solicitamos al Senado que desestime los cargos.

 

     No obstante, la historia, la experiencia que ella ha dejado y la circunstancia actual de nuestro país proporcionan un motivo adicional para considerar cuán injusto y cuán descabellado resulta este juicio.

 

§  5.  Lo que enseña la Historia y

          lo que la Historia le enseñó a la Acusación

 

     Las destituciones de 1947 generaron en su momento mucho debate y oposición. No obstante, pese a las críticas y a las advertencias, aquellas remociones se llevaron a cabo, y el presidente pudo entonces nombrar a cuatro de los cinco mi­nis­tros de la Corte Suprema. Con ello selló la suerte del Tribunal. Nada de lo que hicieran sus miembros se evaluaría objetivamente, y tal como lo señalara Oyha­narte, la nueva Corte se constituyó en la primera víctima de aquel empeci­na­mien­to ins­titucional.

 

     Quizás como también dijo Oyhanarte, aquellas destituciones injustas ha­yan cons­tituido una “fatalidad histórica” y, añadimos, fueran el fruto del en­fren­ta­miento ideológico que tomó forma jurídica cuando la Corte Suprema final­mente enjuiciada declaró la inconstitucionalidad de las delegaciones regionales de la Secretaría de Trabajo y Previsión, en un caso en el que se discutían las facul­tades de esas delegaciones para aplicar multas. Esa sentencia fue inter­pre­tada como un ataque a la acción social del gobierno que favorecía a la oposi­ción, a escasos días de las elecciones nacionales. La controversia parecía irreduc­tible y lo fue. Antonio Sagarna, Benito A. Nazar Anchorena y Fran­cis­co Ra­mos Mejía y el Procurador General, Juan Alvarez, fueron destituidos por el Senado de la Nación.

 

     Pero la historia enseña. Y la historia le ha enseñado a la acusación; y ésta ha venido con el correr de los años a reivindicar —tal vez inadvertidamente— a dos de aquellos magistrados removidos en 1947.

 

     , H. Senado, la acusación le ha reprochado al juez Antonio Boggiano desconocer —no seguir— el precedente “Sargo” en materia de revisibilidad de los lau­dos arbitrales. Ya hemos señalado los graves errores de esa posición[44]. Ahora sólo queremos volver a un párrafo del informe acusatorio, porque él muestra que lo que ayer se defenestró, hoy es rescatado.

 

     Dice la Acusación:

 

     “Qué lejos está este juez (por el ministro Boggiano) de juristas como José Nicolás Matienzo o Freire Romero (por caso, su dictamen en «Sargo», fallado por la Corte de la democracia de 1973, es de lectura ineludible), que defendían la Constitución al negar que el Estado se someta a tribunales arbitrales si no quedaba un recurso ante la Corte”[45].

 

     Esta defensa ha seguido el consejo y ha leído detenidamente el dictamen del Pro­curador General, Oscar Freire Romero. Y ha encontrado, en ese dictamen tan pon­derado por la Acusación y por el señor diputado Falú en ocasión de presen­tar el informe oral ante el Senado, el siguiente párrafo:

 

     “Es notorio que el criterio adverso a tal posibilidad ha sido sostenido, y en térmi­nos absolutos, por magistrados de la talla de José N. Matienzo, Benito Nazar Anchor­ena y Francisco Ramos Mejía...[46].

 

     Pues bien, H. Senado, los magistrados de esa talla, Benito Nazar Anchorena y Francisco Ramos Mejía, que tan elogiosamente cita Freire Romero en el dicta­men fervorosamente recomendado por la Acusación, fueron dos de los jueces des­tituidos en 1947.

 

     Esta defensa espera que la lección haya sido aprendido.


[1]    Carlos Floria suele diferenciar —al efectuar análisis políticos diversos— los problemas de un país, de las cuestiones centrales que éste debe imperiosamente resolver. Aunque ambos términos en alguno de los significados que se les atribuyen pueden emplearse como sinónimos, esta defensa los diferencia —si­guien­do la línea de Floria— por la importancia sustantiva que tienen las que denominamos cuestiones en sentido fuerte. En otros términos, las soluciones de algunos problemas que aquejan a los Estados pueden diferirse sin que ello conmueva las bases de su sistema político global. En cambio, si las cuestiones no se resuelven, el sistema finalmente se fisura.

[2]    Es sabida la importancia que tienen las creencias populares en la construcción de la realidad tal como es finalmente percibida, por aquello de que la mujer del César no sólo debe ser buena, también debe parecerlo. Esto dicho sin aceptar la impronta de discriminación femenina que subyace en la expresión.

[3]    Es sabido que el análisis de costos y beneficios de determinada sentencia constituye uno de los criterios empleados en el ejercicio del control de razonabilidad de cualquier tipo de disposiciones o actos jurídicos, dictados en épocas de normalidad o emergencia. Pero cuando se trata de ésta última, el control es, sin lugar a dudas, más complejo y difícil de ejercer.

[4]    Es sabido que las crisis institucionales y económicas suelen generar tensiones en los operadores directos de la Constitución. Sin embargo, y más allá de la cuestión de estilos personales cuya variedad enriquece a la sociedad democrática, el maltrato institucional agrava las dificultades para encontrar soluciones satisfactorias.

[5]    Comisión “Perfil del Juez”, de la Mesa Permanente de Justicia del Diálogo Argentino, La Ley, Suplemento de Realidad Judicial, Buenos Aires, 15/8/2003. Debe decirse que la Mesa de Justicia siguió reu­niéndose y trabajando, más allá del pico de la crisis de 2002 y fue, por ello, una excepción fructífera de trabajo judicial, más allá de los tribunales.

[6]    Cfr. Comisión “Perfil del Juez”, de la Mesa Permanente de Justicia del Diálogo Argentino, La Ley, Suplemento de Realidad Judicial, Buenos Aires, 15/8/2003.

[7]    Con la generalización de las protestas en la modalidad de lo que se denomina, según un uso popular, “es­­craches” —modo de individualizar y acosar a los que son considerados “responsables” de los males so­cia­les—, éstos fueron empleados, en principio, contra los acusados o condenados por violación de los de­re­chos humanos. Extendidas a re­cla­mos de todo tipo, implican —de algún modo— el uso de la fuerza y la agre­sión. Toleradas con diversas argumentaciones, afectan a los representantes de los poderes públicos, a los factores de poder económico y, en menor medida, a las personas del común. Aplicadas a los jueces —en ocasiones con agresión fí­si­ca— resultan intolerables. No sólo porque están fuera de las reglas democráti­cas y del respeto por las per­so­nas —por ello deben rechazarse como medio de cualquier protesta y contra cual­quier persona— sino por­que intentan amedrentar a quienes tienen que administrar justicia. Ver, sobre el punto, Masnatta, Héctor —La cosa juzgada ya no es lo que era—, “Ámbito Financiero”, Bue­nos Aires, 28/12/ 2004. También Declaración de fores, recogida 29/12/2004 por infobae profesional. http://infobaeprofesional.com.

[8]    Cfr. supra, Tercera Parte, Capítulo I, § 2, y Capítulo IV.

[9]    El art. 99, inc. 4, CN, establece: “El presidente de la Nación tiene las siguientes atribuciones:… Nom­bra los magistrados de la Corte Suprema con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros pre­sentes, en sesión pública, convocada al efecto. Nombra a los demás jueces de los tribunales federales infe­riores en base a una propuesta vinculante en terna del Consejo de la Magistratura, con acuerdo del Senado, en sesión pú­blica, en la que se tendrá en cuenta la idoneidad de los candidatos. Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una vez que cumplan la edad de setenta y cinco años. Todos los nombramientos de magistrados cuya edad sea la indicada o ma­yor se harán por cinco años, y podrán ser repetidos indefinidamente, por el mismo trámite.

[10]  Cfr. “Fayt, Carlos v. Nación Argentina”, Fallos 322 II: 1616 (1999). Al declarar la nulidad de la parte pertinente del art. 99, inc. 4 de la Constitución Nacional reformada en 1994, la Corte Suprema sostuvo que la modificación al sistema de inamovilidad de los jueces no estaba incluida entre los que la ley 24.309 de­claró necesario modificar. Por tanto, aplicó a aquella cláusula, las consecuencias previstas en el art. 6° de la ley declarativa de la necesidad de reforma, esto es, la nulidad absoluta de cualquier norma introducida por la Convención excediendo el mandato del Congreso. La mayoría de la Corte Suprema sostuvo, además, que los límites impuestos a la permanencia en el cargo, en razón de edad de los jueces, afectaba la inde­pen­dencia de éstos.

[11]  La reforma constitucional de 1994 impuso que el acuerdo del Senado se prestase en sesión pública (art. 99, inc. 4 C.N.). También debe mencionarse —nobleza obliga— que poco antes de la reforma de 1994, el Se­nado había modificado su Reglamento Interno, estableciendo la publicidad de las sesiones de acuerdo.

[12]  En realidad, la Cámara de Diputados acusó a cuatro de los entonces cinco integrantes de la Corte Supre­ma, pero el Senado no juzgó al Doctor Roberto Repetto, quien había renunciado antes de la acusación. Fue­ron destituidos los jueces Antonio Sagarna, Francisco Ramos Mejía y Benito A. Nazar Anchorena, y el Procurador General, Juan Álvarez.

[13]  Cámara de Senadores de la Nación, 10ª Reunión - 3ª Sesión en tribunal, 20/4/2005 (“Jui­cio polí­ti­co al juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Antonio Boggiano”), p. 9 (énfasis agregado).

[14]  La importancia de la sentencia en el caso “Fayt” y el debate que generó llevó a la Asociación Argentina de Derecho Constitucional a examinar la cuestión en un seminario cuyas ponencias se volcaron en el Bo­le­­tín de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional. Año XVI N° 169, mayo de 2000. Cfr., además y entre otros, los análisis de Ekmekdjian, Miguel ÁngelEl control de consti­tucio­nali­dad de la reforma constitucional— La Ley 17 de noviembre de 1999 y Sánchez Maríncolo, Miguel A.La “in­­cons­titucionalidad” y “nulidad” en la sanción de una modificación de una norma constitu­cio­nal—, “La Ley Actualidad”, 2/11/1999.

[15]  “Escrito de Acusación”, p. 1. Énfasis agregado.

[16]  Cfr. Exordio, § 2; cfr. también infra, Quinta Parte.

[17]  Cfr. Cámara de Senadores de la Nación. 10ª Reunión - 3ª Sesión en tribunal, 20/4/2005 (“Juicio político al juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Antonio Boggiano”), p. 13.

[18]  Voto en disidencia parcial de los conjueces Mosquera y Fossati, quienes declararon la incons­titu­cio­nalidad de la competencia que se arrogó el Senado para suspender a los enjuiciados en el juicio público de res­ponsabilidad. Cfr. “Moliné O´Connor, Eduardo”, CS, 9/6/2004, Lexis Nexis - Jurisprudencia Argen­ti­na. Suplemento, Jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 4/8/2004, p. 37. Énfasis agregado. También en la disidencia parcial de los conjueces Frondizzi y Pérez Petit se declaró la inconstitucionalidad del art. 4º del Reglamento HSJP.

[19]  El art. 114, CN, en su parte pertinente dispone que serán atribuciones del Consejo de la Magistratura: […] ”5. Decidir la apertura del procedimiento de remoción de magistrados, en su caso ordenar la suspensión, y formular la acusación correspondiente”.

[20]  Las suspensiones por el Senado se registraron a partir de 1899, en que fue suspendido el juez Aurrecoechea. A partir de 1983, fueron suspendidos los jueces Nicosia, Balaguer, Foucault, Correa, Rodríguez, Vera Ocampo, Branca, Trovato, Marino, Bernasconi, Oyarbide y Tiscornia, según la enumeración del. consid. 9 del primer voto en “Moliné O´Connor, Eduardo”, C.S., 9/6/2004. Lexis Nexis. Jurisprudencia Argen­tina. Suplemento. Jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Buenos Aires, 4/8/2004, p. 32.

[21]  Cfr. voto de la mayoría de fundamentos de la Corte Suprema integrada por los conjueces Warner G. Mitchell y Ernesto C. Wayar. Concurrieron, según sus respectivos votos, por un lado los conjueces, Ja­vier M. Leal de Ibarra y Jorge O. Morales, y, por el otro, la conjueza Mirta D. Tyden de Skanata en “Mo­li­né O´Connor, Eduardo”, CS, 9/6/2004, Lexis Nexis, Jurisprudencia Argentina - Suplemento, Juris­prudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 4/8/2004, p. 31.

[22]  Cfr. consid. 11, 9, 10 y 12 del voto de la mayoría de fundamentos de la Corte Suprema integrada por los conjueces Warner G. Mitchell y Ernesto C. Wayar en “Moliné O´Connor, Eduardo”, CS, 9/6/2004, Lexis Nexis, Jurisprudencia Argentina - Suplemento, Jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 4/8/2004, p. 32.

[23]  Cfr. consid. 10 y 11 de la concurrencia de los conjueces Javier M. Leal de Ibarra y Jorge O. Morales en “Moliné O´Connor, Eduardo”, CS, 9/6/2004, Lexis Nexis, Jurisprudencia Argentina - Suplemento, Juris­prudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 4/8/2004, p. 35.

[24]  Ver, al respecto, el análisis y la crítica que formulamos a los cargos de la acusación en el capítulo 1 y siguientes de la tercera parte de este escrito.

[25]  Cfr. Loñ, Félix R. —Enfoque sistémico de la división de poderes después de la reforma constitucional de 1994— , La Ley 1998-B, 1115 (énfasis agregado). Según la cita que el autor transcribe de Almond y Po­well (Política comparada, Ed. Paidós, p. 25) “(p)or interdependencia queremos significar la inter­de­pen­den­cia de sus partes constitutivas y un límite específico entre él y su entorno…cuando una variable del sis­tema cambia en su magnitud o calidad, las otras variables son objeto de presiones y se transfor­man…” (enfasis agregado).

[26]  Cfr. supra, Primera Parte, § 2, IV, b.

[27]  Debieran tenerse presentes, también, las recientes declaraciones de la jueza Highton de Nolasco y del juez Zaffaroni, la primera en referencia a que el juez Boggiano “trabaja normalmente en la Corte, como uno más”; el segundo, acerca de los costos políticos —por el contexto de sus palabras el magistrado se re­fe­­ría a los costos político-institucionales— que acarrearía para el Senado, la destitución del juez some­tido a este proceso.

[28]  Cfr. consid. 13 del voto de la mayoría de fundamentos de la Corte Suprema integrada por los conjueces Warner G. Mitchell y Ernesto C. Wayar en “Moliné O´Connor, Eduardo”, CS, 9/6/2004, Lexis Nexis, Jurisprudencia Argentina - Suplemento, Juris­prudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 4/8/2004, p. 323.

[29]  Cfr. “Escrito de Acusación”, p. 9. punto 6. Énfasis agregado.

[30]  Cfr. Derrida Jacques —Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas con Bertrand Stigler, Eudeba, Buenos Aires, 1998, p. 15. A esta cita nos referimos también en el punto 4 de la primera parte de este escrito a propósito de cómo puede construirse o destruirse, a los menos por un tiempo, la reputación de una persona determinada.

[31]  Para el señor diputado Falú, el juez Boggiano y sus defensores “…va[mos] a traer [ante este Tribunal] argumentos cargados de «pruritos doctrinarios». Dejemos, pues, que sea el H. Senado quien juzgue cuánto “escozor” causa nuestra defensa a la acusación.

[32]  Cfr. Sontag, Susan —Treinta años después—, “La Nación” (Cultura, Sección 6.ª), Buenos Aires, 30/6/1996.

[33]  “Ekmekdjian c/ Sofovich”, Fallos 315:1492 (1992).

[34]  Cfr. Oyhanarte, Julio —La Visión Universalista de la Corte Suprema—, comentario a Introduc­ción al Derecho Internacional - Relaciones Exteriores de los Ordenamientos Jurídicos, de Antonio Bog­giano (La Ley, Buenos Aires, 1995), publicado en “La Nación”, Buenos Aires, 25/7/1995 y en “La Ley”, 1995-D, 1606. Ver supra, Primera Parte, § 2, I, esp. nota 7.

[35]  Cfr. consid. 15 a 19 de Ekmekdjian c/ Sofovich”. Fallos 315:1492 (1992).

[36]  CIDH, 28-11-2002, “La Ley - Suplemento de Derecho Administrativo”, Buenos Aires, abril de 2003.

[37]  CS, 21/8/03, “La Ley”, 16/9/2003.

[38]  Firmaron el primer voto los jueces Fayt y Moliné O´Connor. Concurrieron en una decisión compartida los ministros Petracchi y López, y, por su lado, el ministro Vázquez. Los jueces Boggiano y Maqueda elaboraron sendas disidencias, el primero parcial.

[39]  Cfr. consid. 6, 4 y 5, respectivamente, de la disidencia parcial del juez Boggiano.

[40]  Ver consid. 11 y 12 de “Ganora, Mario F. Y otra s/ habeas corpus”, Fallos 322:2139 (1999).

[41]  "Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo", Fallos 317:335 (1994).

[42]  Desde 1983, ni Fernando de la Rúa ni Rodríguez Saá nominaron ministros para la Corte Suprema. Pero el primero ocupó la presidencia sólo por dos años, mientras que, el segundo, apenas una semana.

[43]  Por ejemplo, las crisis militares, las emergencias socio-económicas y las presidencias que concluyeron sus mandatos antes del plazo constitucional.

[44]  Véase también supra, Tercera Parte, Capítulo I, § 1.

[45]  Cfr. “Escrito de Acusación”, p. 23, punto 17. Énfasis agregado.

[46]  Cfr. consid. II del dictamen del Procurador General en “Yacimientos Petrolíferos Fiscales c/ Sargo S.A.” (1974). En www. laleyonline.com.ar, y en Suplemento Especial de la Revista Jurídica Argentina La Ley —Emergencia económica y Recurso Extraordinario—, La Ley, Buenos Aires, diciembre de 2003.